viernes, 29 de septiembre de 2017

HUMILDAD, POR FAVOR, HUMILDAD.

LA SOBERBIA.  ¿Sabe porqué se desbaratan tantas relaciones, sean matrimoniales, de amistad y gremiales?  Por la dañina soberbia que se refleja en actitudes de indiferencia, desprecio, rechazo y humillaciones.  Un “ego inflado” que se cree un dios que lo sabe todo, lo puede todo y que mira “por encima” del hombro a los demás, ocasiona ofensas al por mayor y provoca alejamiento de la gente que se siente ultrajada.  El soberbio está sometido a la ilusión de que fue “hecho de un material diferente a los demás” y que tiene una predestinación divina que lo coloca en un pedestal en el cual ejerce un reinado “sin fin” sobre el resto de los mortales.  ¡Cuán equivocado está el orgulloso y altanero!  
El soberbio se complace en mirar a los demás juzgándolos y condenándolos  y se deleita en hablar de sus propias acciones, enalteciendo de manera grotesca sus propios méritos y al compararse con los demás, se cree mejor que ellos, menospreciando cualquier virtud o triunfo del otro, poniendo en duda el valor de sus actos.  Dice el Santo Cura de Ars, que “el orgullo es la fuente de todos los vicios y la causa de todos los males que acontecen y acontecerán en la historia”.  Es la soberbia el apetito desordenado de la propia excelencia y “el horizonte del orgulloso es terriblemente limitado: se agota en él mismo.  El orgulloso no logra mirar más allá de su persona, de sus cualidades, de sus virtudes, de su talento. El suyo es un horizonte sin Dios y en donde no caben los demás”, (S. Canals). El soberbio intenta quitar a Dios de su trono para ponerse él y desde esa “falsa altura” ocasionada por la tentación del maligno seductor, trata a los demás con la crueldad propia de un despiadado rey.  Vive desde una grandeza pervertida creyéndose la fuente de su propia existencia, rindiéndose culto a sí mismo y rodeándose de  aduladores.
LA HUMILDAD. “Dígase, pues, a los humildes, que a la par que ellos se abajan, aumentan su semejanza a Dios; y dígase a los soberbios que, a la par que ellos se engríen, descienden, a imitación del ángel apóstata”,  (San Gregorio Magno). El humilde se sabe totalmente necesitado de Dios y reconoce sus limitaciones en todas las áreas de su ser. Reconoce como dice Santa Faustina “su abismal miseria y pequeña nada”, que sin Dios nada es y nada puede. “Abre los ojos de tu alma, y considera que no tienes nada tuyo de qué gloriarte. Tuyo solo tienes el pecado, la debilidad y la miseria; y, en cuanto a los dones de naturaleza y gracia que hay en ti, solamente a Dios, de quien los has recibido como principio de tu ser, pertenece la gloria”, (León XIII). El humilde reconoce la grandeza infinita de Dios de quien proviene todo lo creado, imita el anonadamiento de Jesucristo y acepta su propia miseria.  Santa Teresa nos dice que “Dios es la suma Verdad y humildad es andar en verdad” y por eso reconocer las cualidades y carismas dados por Dios a uno y su propia miseria, glorificándolo solamente a Él, es ir por el camino recto. Nadie puede alcanzar la santidad si no es a través de una verdadera humildad.  El humilde no se jacta de los talentos recibidos ni presume de sí mismo. La humildad es la base de todas las virtudes.
JESUCRISTO, MODELO SUPREMO.  “Tengan los mismos sentimientos que Cristo Jesús, quién a pesar de tener la forma de Dios, no reputó como botín el ser igual a Dios; antes bien se anonadó, tomando la forma de siervo, haciéndose semejante a los hombres; y así, por el aspecto, siendo reconocido como hombre, se humilló, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz”, (Flp 2,5-8) El nacimiento de Cristo en una cueva, su vida  como pobre niño emigrante en Egipto y luego en Nazaret actuando “como el hijo del carpintero” ejerciendo con sencillez su trabajo en el taller y de jornalero en el campo;  luego su vida pública, viviendo en radical pobreza, desprendido de todo poder y riqueza, sirviendo a los demás incondicionalmente, rodeado de pobres y pecadores en el marco de la sencillez total, perseguido, calumniado y luego crucificado en el madero, nos hacen ver, nos enseña que la santidad se fundamenta en la humildad y en el amor.
Él nos dijo que “quien se ensalzare será humillado, y quien se humillare será ensalzado”, (Mt 23,12) y que “aprendan de mí, que soy manso y humilde corazón”, (Mt 11,29). Imitar a Jesucristo en su humildad, amor, fidelidad y obediencia al Padre y vivir en su presencia nos harán invencibles a la soberbia.
Monseñor Romulo Emiliani c.m.f.

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