martes, 23 de noviembre de 2021

EL MÁS GRANDE TÍTULO



Oye, el más grande título en la tierra como en el cielo
y que será para siempre, y que supera con creces
los de su santidad, eminencias, excelencias y majestades
por encima entonces de papas, presidentes y reyes,
y que incluso supera a todas las virtudes y potestades
es el de ser hijo de Dios, si, ser hijo del bendito Padre.

No hay mayor gloria ni dignidad, ni privilegio más grande
que ser hijo del compasivo Padre, para siempre heredero
del reino de los cielos, gracias a la sangre del divino cordero.
Ser hijo del Misericordioso, viviendo en Cristo el deslumbrante
misterio, gozando para siempre de nuestro Dios, el eterno Padre.

Fuente: Libro CLAMOR ENTRE LLAMAS
Autor: Monseñor Romulo Emiliani c.m.f.

¡QUÉ GESTO DE AMOR TAN GRANDE, SEÑOR!



Señor, tu eres el Dios hijo, el Verbo Encarnado, Dios como el Padre y el Espíritu Santo. ¡Qué gesto tan grande, hermoso, sublime, el de encarnarte! Como Dios no sufres, eres infinitamente sabio, amoroso, poderoso, lo sabes todo, perfecto, pleno. Por puro amor te despojaste del uso de tus atributos divinos, sin dejar de ser Dios. Y al encarnarte asumiste un cuerpo humano, y tuviste que respirar por medio de pulmones, depender del bombeo del corazón y la circulación de la sangre, ver con ojos y oír, todo esto de manera limitada, condicionado a un tiempo y a un espacio. Caminabas y te cansabas, sudabas, y tenías con humildad hacer las necesidades fisiológicas de todo ser humano. Te preocupabas y sufrías, tuviste miedo e incertidumbre; necesitaste aprender a hablar, leer, rezar y cantar. Dependiste de una mujer, maravillosa por cierto, que te crió, amamantó, y te enseño todo lo que pudo para que fueras un niño hermoso. María moldeó el uso de tus emociones y sentimientos y te dio el más grande ejemplo de amor y humildad. Y ese hombre, san José, varón justo, te enseñó a trabajar la madera y cultivar el campo, a ser responsable con tus actos y diestro con tus habilidades. Fuiste un hombre pleno. Siendo Dios te hiciste pequeño.

Y en tu vida pública sirviendo a todos con tu palabra y sabiduría, enseñando y debatiendo, profetizando y abrazando, convocando al pueblo para el Reino y asistiendo a pobres y enfermos. Pero vino la reacción: envidias e intrigas de los que tenían el mando, manejados por Satanás y fuiste perseguido y calumniado, humillado, golpeado y azotado. Y después, crucificado y asesinado. Y llegaste a ser completamente hombre, cuando moriste colgado en el madero. Porque bajaste como todos al reino de los muertos, el de la impotencia total, camino a la nada. Porque el hombre es nada sin Dios, un ser para la muerte.

Y todo por mí, y por todos. Por la humanidad y el universo entero, porque todo lo creado fue redimido, rescatado de la muerte plena, gracias a tu muerte y resurrección. Tu encarnación asumió la creación entera, donde llegaste hasta lo más profundo en lo grande, las galaxias y constelaciones, y a lo mínimo, las moléculas y los átomos, los electrones y neutrones. En todo está tu presencia, recapitulando y redimiendo, para entregarlo al Padre resucitándolo.

Gracias Señor, por tu generosidad y misericordia, por tu amor incondicional y pleno, por ser tan paciente y bueno, por asumirnos y llevarnos dentro de tu corazón amante y de amor lleno. Gracias Señor por darnos tu fuerza para vencer el pecado, las fuerzas del mal y así luchar contra el poder del infierno. Amén.

JOSÉ EDUARDO Y SU HIJO

Había intenso sol y el ambiente pesado en esa ciudad industrial y en un banco mucho movimiento y un ser malo y astuto vigilaba a dos hombres...