domingo, 21 de octubre de 2018

LAS HERIDAS DE CRISTO

             
                   
Al contemplarte colgado en la cruz, mi Cristo amado, veo tus llagas de pies, manos, cabeza y costado, abiertas y manando sangre.  No has parado de sufrir aunque estés resucitado. Me acerco, veo, beso y adoro las llagas de tus manos y observo dentro de ellas a millones de desempleados,  con sus manos abiertas, sin fuerza, dolidas por buscar en todos lados el pan que no llega, el empleo que se espera, pero que al final se esfuma entre mil promesas y sueños de quimera.  Cuánta gente marginada, sin preparación y aún con ella, que por no tener recursos hambrean, buscando entre las migajas que de limosna dan los más privilegiados, el uniforme de niño usado, los cuadernos y libros de segunda, los zapatos viejos para calzar al niño pobre y desamparado, para que pueda llegar a la escuela a dormirse  porque no ha desayunado.  
Me acerco a tu costado, de llaga abierta donde mana agua y sangre, y en el agujero veo al mundo entero sollozando y gimiendo, esperando la manifestación de tus hijos Señor, para que impere un reino de justicia,  paz, solidaridad y bonanza, rescatando así de las ruinas del mundo amante del dinero a todas las víctimas de la exclusión y la desesperanza. Veo Señor las llagas de tus pies bañados en sangre y me acerco y los beso y observo en los huecos de tus plantas muchos que caminan  como perdidos, idiotizados por la droga, dirigiéndose a un abismo infernal de vicios y decadencia, sin fondo ni esperanza, donde el lamento se oye de tantas madres que lloran la tragedia de sus hijos, hundidos por el consumo, ya inútiles y carga de peso muerto en sus casas. Todos ellos los veo representados por la viuda del Evangelio que iba a enterrar a su único hijo muerto, y que tú Señor resucitaste gracias a  tu corazón amante y compasivo. Eso Señor lo harás a través de nosotros los hijos de Dios.  
Miro tus rodillas ensangrentadas y corro a adorarlas y besarlas, y veo en sus heridas a millones arrodillados ante el dinero, la fama, el poder y los placeres, idolatrando ídolos que los esclavizan y pervierten. Y tú sufres Señor, porque es tu cuerpo místico adolorido por nuestros pecados que yace entre oscuridades y ataques incendiarios de las tinieblas. Y cuando observo tu cabeza, donde estuvo la  corona de espinas clavada, tantas son las llagas que rodean tu cuero cabelludo, y cuando veo tu espalda, pecho y muslos, cosidos a golpes de latigazos crueles, cuánto me duele ver que no dejaron en tu cuerpo parte sana, sino toda maltratada. Señor, perdón, ten misericordia y danos fuerza para vencer tanto mal que en el mundo hay. Amén.  
Monseñor Rómulo Emiliani c.m.f.
 

lunes, 15 de octubre de 2018

JESÚS, GRACIAS SIEMPRE



Señor, has venido al mundo para hacerte como nosotros y así hacernos hijos de Dios. Te revestiste de carne y en todo fuiste un hombre menos en el pecado. Tuviste que aprender a caminar, a hablar, a rezar y a comer y en eso María tu madre con paciencia te enseñó. De muy jovencito ayudaste a tu padre adoptivo en su taller de Nazaret y cuando ya creciste un poco más, a la plaza lo acompañabas para que el hacendado del lugar, necesitando peones en sus campos, los llamará a trabajar. Y así, siendo jornaleros se pasaban dos o tres días sembrando el trigo o recogiéndolo, usando la hoz y el arado, trabajando para otros. Nunca tuvieron tierra propia, sino fueron peones contratados en trabajos temporales y así llevaban a casa el pan para ser comido, y junto a tu madre y San José, vivían en pobreza el amor divino. En el marco de vida pobre de carpinteros y campesinos, con el pan de cada día, dependían de la providencia de tu Padre amado, y del trabajo honrado ustedes comían y con amor compartían con otros más pobres el alimento que con humildad tenían.


Llegó el momento de empezar tu vida pública, cuando ya tu Padre te lo anunció desde el cielo, y te encaminaste al desierto donde fuiste tentado y luego al ser bautizado, una voz de lo alto anunciaba que tú, su hijo querido debería ser por todos escuchado. Predicaste por todas partes, curaste y sanaste, y al tiempo en que enseñabas a tus discípulos las verdades, con autoridad los demonios expulsaste. Donde caminabas dejabas una huella imborrable: sordos que escuchaban y ciegos que volvían a ver. Y además, para que vieran la fuerza de tu divinidad, a Lázaro, a la niña de doce años y al hijo de la viuda de Naín, resucitaste.

Todo esto hacía rabiar a fariseos y saduceos, asombrar y a alabar a Dios a los sencillos y humildes, pensar a los centuriones del imperio romano, y a los discípulos, emocionados y llenos de amor y respeto a ti, registrar en sus mentes y corazones todo lo que veían para luego ser escrito en los Evangelios.

Y luego, para culminar, diste tu vida por nosotros en la cruz, coronando con tu sangre derramada, luminosa y salvífica, el pago por la culpa de todos cometida. Y con tu resurrección los cielos fueron abiertos y el primero en entrar tras de ti, fue el buen ladrón, recién convertido, que a voz en grito confesó que tú eras el Mesías y te pidió lo llevaras al cielo prometido. Gracias Cristo el Señor, que por tu misericordia seremos de la muerte para siempre invencibles.

Por Monseñor Romulo Emiliani c.m.f.

HEMOS CONVERTIDO EL CIELO EN UN INFIERNO



Señor, hemos convertido tu creación en un infierno. Nos diste una inteligencia para construir y la hemos usado para destruirnos. Las armas más sofisticadas, las estrategias de guerra más efectivas, y las formas de enriquecernos más viles, creando sistemas y estructuras que hacen a unos muy ricos y a muchos, unos miserables. Nos diste una boca y unos labios para alabarte y pronunciar palabras que enaltezcan y animen a los demás, y los hemos convertido en una cloaca donde salen los insultos y ofensas más despreciables y las mentiras que convertidas en calumnias, destruyen la fama de cualquiera. Nos diste unas manos para escribir poemas y pintar paisajes, poner ladrillos y levantar catedrales, para acariciar a los niños y levantar a los más viejos y las hemos transformado en puños cerrados que golpean la mejilla del más vulnerable y guardan con brío salvaje las pertenencias que podríamos compartir con los más despreciables. Nos diste un corazón para amar y cobijar a todos los que se acercaran a nosotros, y lo hemos convertido en el recinto de fieras indomables: el rencor, el odio, la envidia y la soberbia. Nos diste una vida para entregarla toda al servicio de construir un mundo nuevo, y la hemos desperdiciado en vicios, diversiones insanas, y ocupaciones vanas que no llevan de valioso a nadie nada.


Y así, lo que pudo haber sido un paraíso en la familia, la empresa, la política, la educación y la ciencia, la salud y la cultura, ha sido convertido en un auténtico desastre con tanto divorcio, injusticias, marginación y miseria. Y aún en la religión podríamos haber hecho más, pero nos hemos acomodado y a veces creado un dios de bolsillo, manipulable, no el auténtico, tú nuestro Señor. Y la naturaleza gime de dolor, agotada y casi seca, con la interminable deforestación, la polución atmosférica y la contaminación de los mares, todo por nuestro pecado de egoísmo provocando tantos males que pareciera no tuvieran solución.


Señor, esto no puede acabar así. Tenemos que levantarnos y encontrarnos contigo, el Dios de la Vida y que mandó a nuestro Señor Jesucristo, el Verbo encarnado a salvarnos, viviendo tu presencia amorosa, para que llenos de tu Espíritu Santo, podamos recrear lo que está destruido, restaurar lo que fue devastado, y así honrarte y darte culto. Tu creación Señor no será enterrada en el fango de la irracionalidad y el envilecimiento. Nosotros Señor nos comprometemos a usar todo lo que somos con la fuerza de tu poder infinito a levantar lo caído, a sanar lo herido, a redescubrir y revitalizar lo perdido y reconstruirlo con la fuerza de tu invencible Espíritu. Amén.


Monseñor Rómulo Emiliani c.m.f.

JOSÉ EDUARDO Y SU HIJO

Había intenso sol y el ambiente pesado en esa ciudad industrial y en un banco mucho movimiento y un ser malo y astuto vigilaba a dos hombres...