lunes, 15 de octubre de 2018

JESÚS, GRACIAS SIEMPRE



Señor, has venido al mundo para hacerte como nosotros y así hacernos hijos de Dios. Te revestiste de carne y en todo fuiste un hombre menos en el pecado. Tuviste que aprender a caminar, a hablar, a rezar y a comer y en eso María tu madre con paciencia te enseñó. De muy jovencito ayudaste a tu padre adoptivo en su taller de Nazaret y cuando ya creciste un poco más, a la plaza lo acompañabas para que el hacendado del lugar, necesitando peones en sus campos, los llamará a trabajar. Y así, siendo jornaleros se pasaban dos o tres días sembrando el trigo o recogiéndolo, usando la hoz y el arado, trabajando para otros. Nunca tuvieron tierra propia, sino fueron peones contratados en trabajos temporales y así llevaban a casa el pan para ser comido, y junto a tu madre y San José, vivían en pobreza el amor divino. En el marco de vida pobre de carpinteros y campesinos, con el pan de cada día, dependían de la providencia de tu Padre amado, y del trabajo honrado ustedes comían y con amor compartían con otros más pobres el alimento que con humildad tenían.


Llegó el momento de empezar tu vida pública, cuando ya tu Padre te lo anunció desde el cielo, y te encaminaste al desierto donde fuiste tentado y luego al ser bautizado, una voz de lo alto anunciaba que tú, su hijo querido debería ser por todos escuchado. Predicaste por todas partes, curaste y sanaste, y al tiempo en que enseñabas a tus discípulos las verdades, con autoridad los demonios expulsaste. Donde caminabas dejabas una huella imborrable: sordos que escuchaban y ciegos que volvían a ver. Y además, para que vieran la fuerza de tu divinidad, a Lázaro, a la niña de doce años y al hijo de la viuda de Naín, resucitaste.

Todo esto hacía rabiar a fariseos y saduceos, asombrar y a alabar a Dios a los sencillos y humildes, pensar a los centuriones del imperio romano, y a los discípulos, emocionados y llenos de amor y respeto a ti, registrar en sus mentes y corazones todo lo que veían para luego ser escrito en los Evangelios.

Y luego, para culminar, diste tu vida por nosotros en la cruz, coronando con tu sangre derramada, luminosa y salvífica, el pago por la culpa de todos cometida. Y con tu resurrección los cielos fueron abiertos y el primero en entrar tras de ti, fue el buen ladrón, recién convertido, que a voz en grito confesó que tú eras el Mesías y te pidió lo llevaras al cielo prometido. Gracias Cristo el Señor, que por tu misericordia seremos de la muerte para siempre invencibles.

Por Monseñor Romulo Emiliani c.m.f.

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