jueves, 24 de junio de 2021

COMO TRATAR A JESÚS


A Jesús no se le puede tratar como a un mendigo, y en esto quiero hacer énfasis en lo que digo como si fuera un pobrecito que está fuera de casa suplicando con insistencia que por favor le abras, pidiendo un poco de oración y cariño, como si fuera un abandonado niño, con miedo a que le digamos: “Aquí no pasas”.

Cuidado: que es Cristo el Rey del Universo, que sostiene todo lo que existe, cuyo Reino es el siempre eterno, que su poder de gloria se reviste, que más bien nosotros deberíamos suplicarle dejarnos entrar en su casa.

Cristo tampoco es un banquero que negocia lo que recibe de nosotros de limosna o de diezmo, dándonos gran porcentaje de lo que en él invertimos, porque es el dueño de que todo lo es y no le importa todo el oro del mundo, porque él es pleno en sí mismo.

Todo el universo le pertenece, todo es suyo, todo lo mueve en el Espíritu hacia el Padre y a él con amor lo entrega, porque todo fue creado a través de él que es el Alfa y la Omega, y su reino no tendrá fin y cuando todo lo renueve al final de los tiempos, seremos glorificados en su nombre al ser resucitados y con él reinar la vida eterna.

Fuente: Libro CLAMOR ENTRE LLAMAS
Autor: Monseñor Romulo Emiliani c.m.f.

¿QUÉ GANAMOS?


¿Qué ganamos con tanto orgullo? Lo que ganamos es encerrarnos en nuestras ideas y no dar pie a escuchar otras opiniones, y así empobrecer nuestra mente. Al final lo que ganamos son enemistades, gente dolida por nuestras actitudes. Porque el orgulloso se cree el primero en todo, el que más sabe, el que más puede. ¿Qué ganamos con nuestras groserías? Rupturas familiares, matrimoniales, de amistades que se pierden, de gente resentida que nos abandona. Orgullo y grosería, mezcla explosiva que cuando estalla rompe cualquier clase de comunión. ¿Qué ganamos con la soberbia? Ese que fue el primer pecado de la humanidad consiste en querer ser como Dios, y es la madre de todos los pecados. Querer ocupar el mismo lugar del Señor, creando una nueva moral, creyéndonos tener todos los poderes, inclusive el pensar que no vamos a morir, es una de las mayores tonterías que puede cometer el ser humano. El soberbio vive engañado, en un mundo de ensueños absurdos, mirando a todos por encima del hombro. Se cree un ser privilegiado y único. ¿Y qué gana el soberbio? Pues como se convirtió en un adorador de sí mismo, cometiendo el pecado de idolatría, porque él es su propio Dios, queda enfrentado al mismo Señor, ofendiéndolo gravemente. Y rechazar al mismo Dios, pensando que uno lo es, lo aparta radicalmente de su presencia. No es que Dios lo abandona a uno, sino que uno abandona a Dios. Porque él siempre permanece fiel y misericordioso, esperando el arrepentimiento del ser humano.

¿Qué ganamos con el egoísmo? Aislarnos, perder contacto profundo con la gente, dejar de tener sensibilidad, transformar nuestro corazón en una piedra o metal, y por lo tanto deshumanizarnos. Porque el egoísta no comparte lo que tiene ni lo que es como persona. Se va quedando raquítico en su alma, dejando de experimentar la satisfacción por haber dado de sí o de lo que uno tiene. Ese gozo espiritual que se vive cuando uno hace algo por el próximo se lo pierde el egoísta, que es en el fondo un infeliz.

¿Qué ganamos con la codicia? Enfermarnos el alma, porque siempre andamos deseando lo material, buscando la manera, no importa cómo, de conseguir todo lo que se pueda, para tenerlo, poseerlo y no compartirlo con nadie. Y al final de cuentas, de qué le vale a uno ganar el mundo, si al final pierde su alma. Por eso la sencillez, la humildad, el desapego, la austeridad, la serenidad, la paz en el alma, y el amor, hacen que seamos felices, y eso sólo se consigue con el Señor, con quien somos invencibles.

Monseñor Romulo Emiliani c.m.f.

miércoles, 9 de junio de 2021

CIENTO OCHO ERAN LOS QUE MURIERON EN LA CÁRCEL


Eran doscientos jóvenes que en esa madrugada gritaban desesperados entre llamas y humo apiñados en esa bartolina que ardía en la oscuridad, en medio de un infierno y que pedían abrieran las puertas de esa mazmorra medieval. Otros tres mil reos clamaban en medio de gran confusión que los dejaran salir expresando a voces su terrorífica emoción.
A las tres y cuarenta y cinco de la mañana llega un carro de la policía a buscarme para que fuera al presidio y allá voy presuroso, y cuando llego observo el espectáculo terriblemente dantesco y doloroso, en filas en el suelo los cadáveres de muchos jóvenes quemados o muertos por asfixia, algo terrible y monstruoso.
¡Dios mío que es esto! Había estado con ellos tres días antes predicando la Palabra y había regalado libros de historias de conversión, entre los que destacan la de un pandillero jefe de una pandilla de Nueva York que encontró a Cristo al escuchar a un viejo predicador. Ellos siempre me escuchaban y aunque muchos seguían más sus consignas de clan batallador, y obedecían más a sus jefes que a cualquier otro señor, siempre algo les quedaba porque en su corazón también Dios habitaba en medio de su error. Hay que reconocer a los jóvenes me dice un fiscal, y con la gobernadora, médicos forenses y dos líderes pandilleros, vamos identificando uno por uno las víctimas de este siniestro fatal, quedando en mi alma encuentros grabados que a veces me brotan como un gran caudal. “Monseñor, este es el teléfono de mi abuelita. Llámela y que me mande comida, que aquí no aguanto la que dan todos los días”. Allí estaba el cadáver del que me lo pidió de diecinueve años, los ojos abiertos y mirada fría, sin ver nada, cortados sus años casi al empezar su vida.
Murieron noventa y siete en el presidio y el resto, hasta ciento ocho en el hospital. Me tocó ese día salir de la cárcel en tres ocasiones y encima de un camioncito en breve tiempo con un altavoz dar la noticia de los muertos, los heridos y los que salieron ilesos. Los gritos y las lágrimas de los familiares impactaban en esa calle y el dolor a mares ahogaba a todos. En el hospital fui a ver los heridos y entre ellos hubo uno que con insistencia me llamó. Estaba todo quemado y colgado sus manos y piernas con cuerdas tapando una sábana sus partes y teniendo todo el cuerpo con llagas. “¿Monseñor, sabe lo que más me dolió? se me quemó el libro que usted me regaló. Iba por la parte donde Nicky el pandillero al Señor recibió.” “Tranquilo, que mañana te traigo otro y consigo a alguien que te lea”, le contesté. Y al día siguiente a las nueve llegué con el libro y fui a su cama y estaba vacía. Había muerto en la madrugada me dijo la enfermera. Cuánto dolor en mi alma me dio.
Ese joven tatuado y quemado de pies a cabeza que más le dolió perder su libro que su cruel tragedia ha quedado grabado en mi corazón demostrando que si vas con humildad y amor, no condenando sino buscando su salvación, dejarás en su alma tallada la presencia del Señor, así como él en mí dejó su mensaje después de muerto, que un simple libro ayuda más que mil desprecios por su error. Estos jóvenes pertenecían a la mara Salvatrucha, pandilla grande y de historia de mucha sangre, máquinas de guerra en un mundo cruel y salvaje, donde desde niños aprenden a sobrevivir en una sin par lucha, y se unen en familia a falta de tenerla sintiendo que están solos contra el mundo que los odia y su marginación es mucha.
Pero Jesús también la vida por ellos dio y eso se los digo siempre que he podido y que hay posibilidades de recuperación y que Cristo los ama aún y a pesar de todo y hay una morada para ellos en el corazón de Dios. Que a mí el Señor me llamó para pastorear a la oveja degollada y de esos, presos, pandilleros, gente de mal oficio huelo yo y por eso algunos dicen que apesto por no oler a perfume de salones de lujo ni a incienso de rezos que esconden un corazón duro. Estoy convencido que uno que aspire a ser buen pastor sin despreciar a las ovejas buenas, debe dejar seguras las noventa y nueve y buscar a la perdida que enredada en las zarzas estará esperando a alguien que con amor a liberarlas llegue, como lo hice yo.
Fuente: Libro CLAMOR ENTRE LLAMAS
Autor: Monseñor Romulo Emiliani c.m.f.

TODOS TENEMOS HAMBRE



Claro, todos tenemos hambre, y la primera que hay que saciar, por elemental, es la física. Cómo duele ver tantos niños que sufren de desnutrición y que mueren prematuramente por lo mismo. Al bajarse las defensas cualquier infección y otras enfermedades los van destruyendo. Nadie debería sufrir hambre en el mundo, cuando Dios todo lo hizo bien y hay comida para todos. Pero la injusticia humana, fruto del egoísmo y codicia, provoca tantas desigualdades, muros que se levantan, fronteras entre pobres y ricos, tanto de países como de sociedades. Todo un mundo de miseria por culpa humana, una tragedia de millones y millones que no tiene agua potable, luz eléctrica y caminan por senderos de tierra, y cruzan ríos sin puentes, y no saben de medicinas. Y se mueren de hambre.


Y esto es culpa de no saciar el hambre de eternidad que todos llevamos dentro. Si cayéramos en cuenta de que tenemos un hambre de Dios que no hay manera de saciar con las cosas terrenas, ni con el dinero, el poder, el placer, y nos arrodilláramos ante Él, todo sería diferente. Por culpa de las idolatrías la gente viven tan inconscientemente y con un corazón de piedra. Habría mucha más justicia en el mundo, más solidaridad, más inclusión, más respeto a la vida, si todos nosotros fuéramos más espirituales, en contacto permanente con el Señor. Eso nos haría más humanos, más sensibles al dolor de los demás, más solidarios, más justos, más inclusivos. Habría más paz y armonía en la humanidad. Todos tenemos hambre de Dios. Y sólo el Señor nos puede saciar.


Pero también está el hambre de la verdad, de la ciencia, del arte y cultura, de la convivencia humana, de la solidaridad. Por eso está la filosofía, las ciencias tan diversas: ingenierías, medicina, biología, lenguas, etc. Y la música, la escultura, la pintura, la danza. Y están los grupos humanos destinados a cualquiera de esas actividades. Y claro, lo más excelso, la religión, la que nos lleva al Señor.


Y cuando una sociedad está así estructurada, bien organizada, y esas hambres están saciadas, hay más avance de todo, menos conflictos, más igualdad, mas armonía. Una sociedad humana donde el Reino de Dios se hace más presente. Los lazos de conexión humana son más fuertes y flexibles, y las participaciones políticas se fundamentan en el respeto a la persona humana, al bien común, y a la libertad de expresión. La corrupción disminuye a su más mínima expresión. Se respeta la ley y la convivencia humana es más plena. Con toda humildad creo que algo así quiso Dios de nosotros, pero el pecado todo lo arruinó. Pero Dios no se dejará vencer. Por eso vino Jesucristo.


Monseñor Rómulo Emiliani c.m.f.

JOSÉ EDUARDO Y SU HIJO

Había intenso sol y el ambiente pesado en esa ciudad industrial y en un banco mucho movimiento y un ser malo y astuto vigilaba a dos hombres...