Eran doscientos jóvenes que en esa madrugada gritaban desesperados entre llamas y humo apiñados en esa bartolina que ardía en la oscuridad, en medio de un infierno y que pedían abrieran las puertas de esa mazmorra medieval. Otros tres mil reos clamaban en medio de gran confusión que los dejaran salir expresando a voces su terrorífica emoción.
A las tres y cuarenta y cinco de la mañana llega un carro de la policía a buscarme para que fuera al presidio y allá voy presuroso, y cuando llego observo el espectáculo terriblemente dantesco y doloroso, en filas en el suelo los cadáveres de muchos jóvenes quemados o muertos por asfixia, algo terrible y monstruoso.
¡Dios mío que es esto! Había estado con ellos tres días antes predicando la Palabra y había regalado libros de historias de conversión, entre los que destacan la de un pandillero jefe de una pandilla de Nueva York que encontró a Cristo al escuchar a un viejo predicador. Ellos siempre me escuchaban y aunque muchos seguían más sus consignas de clan batallador, y obedecían más a sus jefes que a cualquier otro señor, siempre algo les quedaba porque en su corazón también Dios habitaba en medio de su error. Hay que reconocer a los jóvenes me dice un fiscal, y con la gobernadora, médicos forenses y dos líderes pandilleros, vamos identificando uno por uno las víctimas de este siniestro fatal, quedando en mi alma encuentros grabados que a veces me brotan como un gran caudal. “Monseñor, este es el teléfono de mi abuelita. Llámela y que me mande comida, que aquí no aguanto la que dan todos los días”. Allí estaba el cadáver del que me lo pidió de diecinueve años, los ojos abiertos y mirada fría, sin ver nada, cortados sus años casi al empezar su vida.
Murieron noventa y siete en el presidio y el resto, hasta ciento ocho en el hospital. Me tocó ese día salir de la cárcel en tres ocasiones y encima de un camioncito en breve tiempo con un altavoz dar la noticia de los muertos, los heridos y los que salieron ilesos. Los gritos y las lágrimas de los familiares impactaban en esa calle y el dolor a mares ahogaba a todos. En el hospital fui a ver los heridos y entre ellos hubo uno que con insistencia me llamó. Estaba todo quemado y colgado sus manos y piernas con cuerdas tapando una sábana sus partes y teniendo todo el cuerpo con llagas. “¿Monseñor, sabe lo que más me dolió? se me quemó el libro que usted me regaló. Iba por la parte donde Nicky el pandillero al Señor recibió.” “Tranquilo, que mañana te traigo otro y consigo a alguien que te lea”, le contesté. Y al día siguiente a las nueve llegué con el libro y fui a su cama y estaba vacía. Había muerto en la madrugada me dijo la enfermera. Cuánto dolor en mi alma me dio.
Ese joven tatuado y quemado de pies a cabeza que más le dolió perder su libro que su cruel tragedia ha quedado grabado en mi corazón demostrando que si vas con humildad y amor, no condenando sino buscando su salvación, dejarás en su alma tallada la presencia del Señor, así como él en mí dejó su mensaje después de muerto, que un simple libro ayuda más que mil desprecios por su error. Estos jóvenes pertenecían a la mara Salvatrucha, pandilla grande y de historia de mucha sangre, máquinas de guerra en un mundo cruel y salvaje, donde desde niños aprenden a sobrevivir en una sin par lucha, y se unen en familia a falta de tenerla sintiendo que están solos contra el mundo que los odia y su marginación es mucha.
Pero Jesús también la vida por ellos dio y eso se los digo siempre que he podido y que hay posibilidades de recuperación y que Cristo los ama aún y a pesar de todo y hay una morada para ellos en el corazón de Dios. Que a mí el Señor me llamó para pastorear a la oveja degollada y de esos, presos, pandilleros, gente de mal oficio huelo yo y por eso algunos dicen que apesto por no oler a perfume de salones de lujo ni a incienso de rezos que esconden un corazón duro. Estoy convencido que uno que aspire a ser buen pastor sin despreciar a las ovejas buenas, debe dejar seguras las noventa y nueve y buscar a la perdida que enredada en las zarzas estará esperando a alguien que con amor a liberarlas llegue, como lo hice yo.
Fuente: Libro CLAMOR ENTRE LLAMAS
Autor: Monseñor Romulo Emiliani c.m.f.
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