domingo, 3 de septiembre de 2017

¿PERO, QUIÉN ERES TÚ, QUE NO TE RECONOZCO?

      



¿Cómo reconocer que aquel que va al calvario llevando una cruz, con su rostro golpeado y su cuerpo cubierto  de sangre, débil al extremo de caer una y otra vez,  ayudado por un hombre llamado Simón de Cirene , es el mismo que hizo milagros y que dijo que era más grande que la ley y el templo? Ha sido triturado por el molino de todos los pecados del mundo, por los filosos dientes de la inmensidad de maldades que se agrupan ese viernes santo como fieras salvajes despedazando el cuerpo virginal, inocente del salvador  del mundo.  “Como muchos se espantaron de él, porque desfigurado no parecía hombre ni tenía aspecto humano”, Isaías 52, 14.  Todos se fueron dejándolo solo. Judas y Pedro, los demás discípulos, todos escandalizados, lo traicionaron, cada uno a su manera.

“No tenía presencia ni belleza que atrajera nuestras miradas ni aspecto que nos cautivase.  Despreciado y evitado de la gente, un hombre habituado a sufrir, curtido en el dolor; al verlo se tapaban la cara; despreciado, lo tuvimos por nada”, Isaías, 53,2-3.  Allí colgado del madero, entre dos malhechores, desnudo y su cuerpo lleno de llagas, asfixiándose y desangrándose, es objeto del desprecio y la burla, ya que están convencidos de que era un impostor, porque Dios no venía en su ayuda; en el fondo, un fracasado.  Los doctores de la ley y los fariseos, desde una teología basada en el Dios que se manifiesta solamente con poder material, veían en Cristo, simplemente a alguien que si en algún tiempo tuvo a Dios a su lado,  ya fue abandonado. Dios no está con él, la prueba, miren cómo está acabando.


Hoy subyace, en algunos,  esa visión no cristiana de que Dios está solamente con los que tienen poderes de cualquier clase y que los que no tienen nada, es porque Dios los ha rechazado.  Por eso estaban convencidos los que detentaban el poder religioso, de que matarlo, a Jesús, en nombre de Dios, era lo único que se podía hacer ya que Dios ya lo había condenado. La prueba, se está muriendo solo y nadie acude en su ayuda. Esta corriente nacionalista, triunfalista y gloriosa en el Antiguo Testamento, choca con la visión teológica de Isaías y que culmina con la vida sacrificada de Jesucristo.  En el himno cristológico de Filipenses 2,6-8, se ve claro el anodamiento, el “abajarse”, la kénosis.  Sin dejar de ser Dios, renunció al uso de sus atributos divinos para hacerse como nosotros y morir una muerte de cruz. 

Pero veamos que este siervo de Yavhé se pondrá en el lugar de los que deben pagarle a Dios por sus pecados pero en verdad no pueden, porque la culpa es tan grande, el pecado de la humanidad tan horroroso que solamente se podrá saldar la cuenta de la salvación con una oblación infinita: “A él, que soportó nuestros sufrimientos y cargó con nuestros dolores, lo tuvimos por un contagiado, herido de Dios y afligido. Él, en cambio, fue traspasado por nuestras rebeliones, triturado por nuestros crímenes. Sobre él descargó el castigo que nos sana y con sus cicatrices nos hemos sanado”, Isaías, 53, 4-5. Ya el profeta inspirado por el Señor mira profundamente el fondo de esa figura misteriosa  y de la que él no tiene conciencia de su identidad, y nos dice que todo lo hizo por nuestra salvación, para rescatarnos del castigo divino. De hecho Jesús todo lo hizo para librarnos de la muerte eterna.  En el monte de los olivos libremente ofreció su vida por nosotros, obedeciendo al Padre.

Pero solo hace eso el que ama y más el que es todo Amor, el Dios vivo encarnado, el que se hizo hombre, el que se identificó con todos nosotros y para siempre.  Mientras más se ama, más se quiere estar al lado y con las personas amadas; parecerse, mezclarse, “hacerse uno” con ellos, asumir sus alegrías y tristezas, sus éxitos y fracasos, sus victorias y derrotas.  Era tanto el amor de Dios a nosotros que el Verbo se hizo carne, asumiendo nuestra historia y cargando con nuestra culpa, pagó el precio del rescate con su propia vida. Tanto nos amó el Padre que entregó a su propio hijo.  

Desde el momento de la muerte de Jesús, como dice el poeta,  “nadie tendrá disculpa diciendo que cerrado halló jamás el cielo, si el cielo va buscando.  Pues tú Jesús, con tantas puertas en pies, mano y costado, estás  de puro abierto casi descuartizado”. Gracias a su muerte redentora se nos abrieron las puertas del cielo y con Cristo Jesús misericordioso seremos invencibles a la muerte eterna.

Monseñor Romulo Emiliani c.m.f.

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