martes, 8 de agosto de 2017

CAER EN EL HOYO DE LA DEPRESIÓN



Una de las enfermedades mentales más peligrosas por su fácil adquisición y rapidez para extenderse por todo el organismo emocional humano, es la depresión.  Comienza normalmente por el golpe de una ¨pérdida” de la que la persona no puede reponerse y va situándose en el núcleo del ser, arrancando lentamente las ganas de vivir.  Es una tristeza que se hace permanente.   Las ganas de vivir, de aspirar a superarse, queda muy disminuida por los ataques brutales de la depresión. De hecho Dios nos creó para realizarnos plenamente en un estado de vida y profesión.  El deprimido pierde el deseo de crecer integralmente y ser feliz.
La felicidad consiste en sentirse realizado en la vida, haciendo una tarea en donde uno es útil para los demás; es un estado de satisfacción al sentirse protagonista en esta marcha ascendente de la humanidad hacia su perfección. Esposos y papás, presbíteros y religiosos, jóvenes y adultos, ancianos y niños, todos tenemos una misión sagrada que cumplir. La depresión viene por la frustración de haber truncado ese proceso de desarrollo y perfección del ser humano. Uno empieza a despreciarse, a dejar de estimarse   y no se acepta como persona.  
En cuanto a la aceptación de uno mismo, uno de los factores que inciden en una depresión está en  rechazarse, despreciarse por algún defecto, carencia o complejo de culpa no superado.  El sentirse permanentemente mal con uno mismo, echándose la culpa continuamente por sus fracasos o por algo malo que se hizo, hace a la persona candidata  a una depresión. Cuidado con los complejos de inferioridad y de culpa.
La depresión va lentamente minando las fuerzas vitales y oscureciendo la visión de la realidad, viendo todo negativamente.  “Nada está bien, nada es bueno, nada vale la pena, ¿por qué luchar? Nada importa.”  Estas y otras ideas son comunes en el depresivo.  Poco a poco la persona se va convirtiendo en una pesadilla para sí mismo.  Se va odiando y  cree firmemente que no vale la pena vivir.  Termina “vegetando”, haciendo lo mínimo para seguir viviendo;  su creatividad, sentido del humor, curiosidad, ganas de superarse, todo eso va desapareciendo. Va descuidando su aspecto físico y termina acostado o sentado gran parte del día sin hacer nada. Está deprimido.
De hecho el ser humano se mueve por ideales, sueños, deseos, aspiraciones, metas.  Debe sentirse motivado para hacer las cosas. Cuando no existen auténticas motivaciones sino intereses egoístas y triviales, convicciones puramente ideológicas impuestas desde afuera o condicionamientos psicológicos, traumas y hábitos adquiridos en la infancia, la persona no actúa con plenitud, sino a “medio gas” y por eso está siempre insatisfecho, amargado. Es candidato a la depresión.  
Solamente una persona sale de su depresión cuando le encuentra sentido a su vida, encuentra razones profundas para vivir y para morir y es capaz de enfrentarse a las pérdidas, asimilándolas  e interpretándolas desde la providencia misericordiosa de Dios. De hecho la peor pérdida que podemos experimentar es la muerte de un ser querido.  Solamente la fe en la Resurrección de Cristo y en la nuestra le dará sentido a la desaparición de alguien a quien hemos amado.  El dolor por la pérdida poco a poco se va sanando aunque pueda durar un tiempo relativamente largo, pero la certeza de que la persona fallecida está con Dios, contemplando extasiada la belleza divina y gozando eternamente del Reino, nos permite asimilar el golpe de la pérdida y darnos más ganas de vivir.   La esperanza de estar con Dios y ver a nuestro familiar algún día, nos motiva a seguir el camino del Señor trabajando por un mundo mejor.
Es importante ver los síntomas de una depresión que empieza a tomar cuerpo en uno.  Hay que detectar las señales y proponerse no dejarse vencer. La oración y la fe, las buenas amistades, el mantenerse ocupado, el promover pensamientos positivos, el tener un consejero espiritual o psicológico donde exponer su situación interna, el hacer deporte, el comer sanamente, descansar lo suficiente, todo eso es necesario. No sentir lástima de uno mismo, no andar comparándose con nadie, el tener metas razonables posibles de alcanzar, el tener un sentido realista de la vida que me hace ver que no siempre se triunfa, el contentarme con lo necesario para vivir, el ser generoso y pensar en servir a los demás, todo eso ayuda muchísimo.
Es  necesario el desapego como actitud ante todo lo que tratamos, manejamos, tenemos. Nada en el fondo es nuestro. Todo tiene su importancia y hay realidades que son necesarias, pero solamente Dios es imprescindible, el único  sin el cual no existiríamos y no tendríamos vida eterna. Y con Él somos invencibles.

Monseñor Rómulo Emiliani c.m.f.

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