viernes, 18 de agosto de 2017

A QUE DEBERIAMOS ASPIRAR

Como seres humanos debemos aspirar a la conquista del yo real, descubriendo que somos espíritus encarnados, controlando y sublimando las energías del yo inferior y situándonos en el campo de la realidad superior, el mundo del Espíritu.
Deberíamos anhelar el perfeccionamiento de todas nuestras capacidades, el desarrollo de una gran lucidez mental, buscando estar siempre conscientes o despiertos, y ser muy compasivos con los demás y la naturaleza.
En verdad deberíamos estar dispuestos a dar sucesivos “saltos cualitativos”, sutiles muchos de ellos, donde hiciéramos mutaciones en nuestra conciencia para adquirir más sabiduría. Esto implica “hacerse violencia interior”, dejando atrás todo lo que nos impida una realización integral. A esto llamamos liberación interior. Estamos muy atados a personas, cosas y costumbres y a miedos como “el qué dirán”,  perder posesiones y seguridades, que nos impiden dar pasos progresivos de santidad. Estamos también muy amarrados a formas ingenuas, llenas de prejuicios, de ver las cosas. Medimos a las personas por lo que tienen y no por lo que son. Hay que romper con eso.
El desapego es clave para dar pasos hacia la perfección espiritual. El apego a cualquier cosa que   por nuestra ignorancia espiritual la consideramos dios es la que nos mantiene a ras de tierra, arrastrándonos como serpientes por el mundo. Esto en verdad es peligroso y enfermizo. Puede ser un gran apego a nuestro yo y de ahí la soberbia y la vanidad; a personas, y  fácilmente somos víctimas de la manipulación y a que nos instrumentalicen; a cosas y por eso nos convertimos mentalmente en  materia. Nuestro corazón se convierte en una piedra si rendimos culto a lo terreno. Si nuestra adoración es al dinero, funcionamos como máquinas calculadoras y todo vale por el beneficio económico que nos aporta.  Nos convertimos en las cosas que adoramos.
Todo esto nos hace perder sensibilidad ante la belleza auténtica, el dolor, la inocencia y el amor. Si en nuestro corazón no hay resonancia ante las manifestaciones de Dios, que son continuas y que aparecen en el verdor exuberante de una montaña o en el sueño apacible de un niño, o en los seres humanos que viven una  miseria escandalosa  con sus viviendas de piso de tierra y paredes de cartón; si nuestra alma no siente compasión ante el dolor de muchos, la desesperación y la angustia de los que hoy no tienen qué comer, entonces estamos muertos en vida. Dios sufre en los que llevan tantas cruces y Él clama por medio de ellos.
Debemos aspirar a tener rectas intenciones y acciones, que apunten siempre al mejoramiento del ser humano. Debemos buscar romper los muros que nos dividen y nos hacen fanáticos religiosos, políticos, raciales y sociales. Debemos tender puentes de comunicación con aquellos que no piensan como nosotros y entender, aunque no compartamos sus ideas, que cada persona tiene derecho a buscar la verdad y expresarla. Somos ciudadanos del mundo y las fronteras que hemos erigido los seres humanos son superficiales en relación con la fuente de vida de la que provenimos que es Dios. Por encima de cualquier diferencia, somos hermanos, hijos de un mismo Padre.
Debemos aspirar a vivir en el “ahora”, anclados en el hoy, sabiendo que Dios es el eternamente presente y solamente en este momento podemos tener una relación profunda con Él y con cualquier realidad. El pasado ya está muerto y vivir en él es consumirse en nostalgias y complejos de culpa. Aferrarse a lo ya vivido, sea bueno o malo, quitando al presente su riqueza única de proporcionar vida y energía, es terminar raquítico humanamente. Pensar obsesivamente en el futuro, creando miedos y alterando por ello el sistema nervioso, provoca enfermedad mental y física. Hoy es el día del Señor y ser consciente del valor del presente, me permite conectar con la fuente de la vida que es Dios.
Al final de cuentas, nuestra meta es la de sumergirnos en el misterio insondable, sublime, siempre gozoso y luminoso de la Santísima Trinidad, donde en la eternidad estaremos embelesados contemplando la belleza infinita de Dios. Por esa razón nos dice San Hipólito que “cuando contemples a Dios tal cual es, tendrás un cuerpo inmortal e incorruptible, como el alma, y poseerás el reino de los cielos tú que, viviendo en la tierra, conociste al Rey Celestial; participarás de la felicidad de Dios, serás coheredero de Cristo y ya no estarás sujeto a las pasiones ni a la enfermedades, porque habrás sido hecho semejante a Dios” (Trat. Refut. De las herejías, 10). Qué triste es no aspirar a nada y peor, no aspirar a las cosas celestiales. Mientras más tenga hambre de Dios y quede saciado por Él, será invencible a la maldad. Amén.
Monseñor Romulo Emiliani c.m.f.

1 comentario:

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