El mal terrible de la superficialidad ha destruido todo avance de la humanidad. Y que es a más vacío interior, a menos capacidad de interiorización, a menos meditar y pensar, más fácilmente uno se hace presa de la manipulación de fuerzas exteriores que te van hundiendo. Y cuando es toda una comunidad, un pueblo, una nación que flota en el mar de la superficialidad, más es manejada la colectividad como marionetas o títeres, ya sea por la mentira, el miedo, las ilusiones no reales, o la seducción de gratificaciones momentáneas. Los medios de comunicación alteran la conciencia de las personas presentando escenarios falsos, medio verdades, creando visiones distorsionadas de la realidad. Además se crean necesidades no auténticas, ocasionando un consumismo y materialismo enfermizo. Hay por lo tanto “una inmunidad de rebaño” no al virus, sino a toda verdad, y la “verdad nos hace libres”.
Los pueblos que actúan como borregos son llevados al despeñadero. Pasó con el pueblo alemán, el más adelantado de la época, cuando fue conducido al abismo por un loco llamado Hitler. Pasa con todos fanatismos que ocasionan los peores crímenes. Por lo que hay un camino para la liberación de los pueblos; enseñar a pensar, a analizar, a interiorizarse, a meterse dentro de uno y desde allí promover una conciencia lúcida de la realidad. Para eso la educación, la lectura, la oración, la búsqueda del silencio y la soledad. El ir controlando los ruidos, apagándolos, tanto los exteriores como los interiores.
La persona tiene que ir fabricando su propio oasis de paz, creando un ambiente adecuado para pensar, meditar, orar. Y para eso es necesaria la soledad y el silencio. Y dentro de sí, construir su monasterio interior. Apagar las voces que continuamente nos hablan por dentro, esos mensajes que nos damos a cada rato: “haz esto, busca, quiero aquello como sea, reclama, odia, desea, mira que malo aquél, no te dejes, recuerda aquello malo que pasó, gana más, qué asco, no perdono, qué desgraciado.”
Ir hacia dentro, cada vez más, para escuchar la voz de Dios en ti. Porque en lo más dentro de tu alma está el Señor. Él te fundamenta, te sostiene, te anima, te bendice, te ilumina. Y Él quiere decirte tantas cosas. Pero no lo puedes oír con tanto ruido. El gran drama nuestro es que estamos sordos a la voz del Señor. Y a nosotros mismos. No tenemos conciencia del misterio que nos envuelve, en el que estamos sumergidos, la misma presencia del Dios bueno y santo, la santísima Trinidad. Vivimos superficialmente.
Monseñor Romulo Emiliani c.m.f.
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