jueves, 25 de junio de 2020

EL PELIGRO DE LA OCIOSIDAD.


No sea ocioso. Alguien dijo que la ociosidad es el taller del diablo y que muchas de nuestras mayores tonterías se nos han ocurrido en los momentos en que no hacíamos nada. El hastío y aburrimiento son el caldo de cultivo perfecto para que se nos aniden en el cerebro las ideas más tontas y descabelladas. Dios nos hizo entre otras cosas para trabajar, para con nuestras manos ir cambiando y transformando la creación en un lugar más apto para vivir y así glorificar el nombre de Dios, porque cooperamos con él en su continua creación de todo. Cuando uno trabaja se desarrollan nuestras capacidades y nos sentimos mejor. Cuando uno trabaja el ingenio y la creatividad salen a relucir y uno puede aportar más con lo que hace a que el mundo sea mejor. Sea un zapatero o un taxista, un ingeniero o un médico, una maestra o un obrero, cada uno aporta lo suyo, y el mundo mejora.

Qué peligroso es fomentar en nuestras sociedades la vagancia y la haraganería, terreno abonado para la delincuencia. Cuando un país no se preocupa en educar y dar trabajo a las masas juveniles, éstas se transforman en peso muerto, en un lastre que hay que arrastrar. Y por eso en parte la delincuencia y el aumento de los crímenes. Aumentan los presos y el daño social es más grande, crece la inseguridad y las ciudades se hacen inhabitables. Por eso en toda visión y planificación social, política y económica la educación es fundamental. La preparación en todos los ámbitos de las personas, al igual que las posibilidades de conseguir empleo deben ser prioridad siempre.

Jesús desde niño aprendió a cooperar en todo lo de la casa en ese ambiente rural campesino. Desde limpiar el gallinero, dar de comer al par de ovejitas y al cordero, ir a comprar la leche al vecino que tenía sus cabras, y cuando creció un poco más San José le enseñó el oficio de carpintería. Y allí el joven Jesús se lucía haciendo las mejores sillas y mesas, puertas y ventanas del pueblo. Pero como no siempre había clientes, con José tenía que ir a la plaza y esperar que algún hacendado los contratara para ir a trabajar a su finca. Y mientras en casa mamá María hacía todos los oficios propios de una mujer y madre de la manera más hermosa y detallada. Y todo eso en un ambiente pobre pero muy digno.

El trabajo dignifica a la persona, la hace crecer integralmente, y contribuye a que el mundo sea mejor. El trabajo es sagrado y todo el mundo tiene derecho a tenerlo. Qué mal tan grande hace la ociosidad.

Monseñor Rómulo Emiliani c.m.f.

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