Jesús sigue la línea del profetismo judío, denunciando lo que atenta contra Dios, la verdad, la justicia, el amor. Llama raza de víboras a los fariseos, sepulcros blanqueados, tumbas que por fuera están limpias, pero por dentro contienen podredumbre, enfrentándose a la casta religiosa con energía. Condena la forma en que se maneja el templo, que habían convertido en un mercado público de venta animales para los sacrificios, poniendo en entredicho a los sacerdotes judíos. Dice que más le valdría que ataran una piedra de molino al que escandalice a un niño o niña. Llama Satanás a Pedro cuando lo quiere apartar del camino de la inmolación por nosotros. Le da el apelativo de zorra a Herodes cuando éste lo estaba persiguiendo para meterlo preso. Nos advierte que nos mandará al infierno si no damos de comer al hambriento, de beber al sediento, de darle ropa al que está desnudo. Jesús es enérgico con todo lo que es la maldad, ya sea idolatría, codicia, egoísmo, injusticia y demás.
Pero esta actitud profética de Jesús no está destinada a hacernos daño, a destruirnos, a condenarnos, sino a que cambiemos. Él no quiere que nadie se condene. Jamás. El vino a salvarnos. Vino a buscar la oveja perdida, a recuperar al hijo pródigo, a dar la vista a los ciegos espirituales, a sacar de las mazmorras del pecado a los pecadores, a buscar nuestro arrepentimiento. No vino a condenar sino a dar vida y vida en abundancia a nosotros. A que supiéramos que hay un Padre Dios misericordioso y que perdona setenta veces siete, o sea siempre, si nos arrepentimos. Vino a dar la vida en la cruz por nosotros, a morir de la manera más terrible, derramando su sangre para pagar el precio del rescate. Y por eso bajó al mundo de los muertos por tres días, para sacarlos de allí al resucitar.
Jesús es compasivo, eternamente misericordioso, revelando lo que es el Padre Dios, y ese es el mensaje central del Evangelio. Su amor llegó al extremo de inmolarse por nosotros. Es más, resucitado y reinando eternamente junto a su Padre, sigue colgado en todas las cruces de sufrimiento de la humanidad, identificándose con todos los que padecen por cualquier motivo. Él es el Amor encarnado, el Dios hecho hombre para estar con nosotros siempre, el Dios con nosotros, el Enmanuel. Por eso debemos confiar totalmente en Él. No tenerle miedo, sino respeto, sabiendo que es justo y no admite ningún pecado, pero que es todo amor, misericordia, perdón. Ese es Cristo el Señor.
Monseñor Rómulo Emiliani c.m.f.
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