jueves, 16 de enero de 2020

ASPIRACIÓN PROFUNDA.


Hay una aspiración profunda, distorsionada en el ser humano, el querer ser como Dios. Eternamente permanecer, viviendo sin dolor ni preocupaciones y sin nada padecer. Poseer lo necesario al alcance de la caprichosa mano. Por eso se busca afanosamente toda la riqueza posible, el poder y la fama,
extendiendo el dominio de sus posesiones y erigirse monumentos, sarcófagos y pirámides, y que se sepa en todos lados el inmortal nombre del rey, político, conquistador o prohombre de las ciencias, las artes, la religión o el deporte.

Ser como dioses, tentación tan vieja como la historia sacra, y elevarse al inmoral renombre de ser por siempre conocido, alabado, querido o temido, no importa como adquiera la fama, pero que se me adore, se me tenga como ungido por el destino, porque quiero ser dios, aunque pierda en el intento el
alma. No importa si por vanidad hay que enseñar el cuerpo con indecentes ropas, o comprarse el auto más caro del mercado, o robar al fisco para tener el yate más deseado, lo importante es que me miren como el más entroncado en el templo de los dioses del mundanal y afamado Olimpo.

Ser como Dios, tentación desde los primeros padres, que pasa por imperios, familias, castas nobles y clanes, y siempre acaba con la precipitada caída de los adoradores de sí mismos como estatuas de pies de barro y cabeza de bronce, ya por la inconsistencia de su poder o la temida muerte, que convierte a los supuestos dioses en huesos silentes.

Qué maestra más grande la que provoca la desintegración de nuestro cuerpo en gusanos y polvo que se pierde en el tiempo, la muerte que abarca los reinos mundanos más encumbrados, como a todos los seres humanos como hojas que se lleva el viento y deja en la historia solo el recuerdo de lo malo y de lo bueno hecho. Pero hay otro camino si queremos ser íntimos de Dios, buscando siempre su majestuosa presencia por el camino de la sencillez más profunda, y es humillarnos ante Él reconociendo que nada somos, que en nuestra esencia somos criaturas que venimos de su mano, que dependemos de su voluntad y misericordiosa bendición.

Solamente por la humidad más intensa reconociendo su grandeza, la de un Dios creador de todo un universo de billones de estrellas y de una tierra con sus innumerables especies de animales, mares, ríos y bosques, y que al ser humano lo eleva por su misericordia a ser hijo de Dios aún con todos sus
males, podremos aspirar con certeza a tocar el cielo con toda su verdad y belleza y reconocer que Él es Dios y nosotros aún con nuestra bajeza vivir de su amor felices, sin ninguna tristeza.

Monseñor Rómulo Emiliani c.m.f.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario

JOSÉ EDUARDO Y SU HIJO

Había intenso sol y el ambiente pesado en esa ciudad industrial y en un banco mucho movimiento y un ser malo y astuto vigilaba a dos hombres...