viernes, 5 de julio de 2019

LA INDIFERENCIA, CAUSA DE TANTAS DESGRACIAS.



Cuando entra la indiferencia en el corazón de un ser humano y se aísla convirtiendo su vida en un feudo muy personal y cerrado, viene su desgracia. No nacimos para ser islas, y la indiferencia causa más daño que el odio. En la indiferencia el otro no vale, no importa, no existe. Llámese esposa, hijo, papá, hermano, pobre, mendigo, miserable. Simplemente no es. De ahí viene el famoso pecado de omisión, que consiste en no amar, no servir, no ayudar, no apoyar, porque el otro no existe, no vale. No estoy insultando, ni golpeando, ni hiriendo. Simplemente, el otro no vale la pena. Y eso causa mucho mal en el mundo. 

Algunas veces los países del primer mundo miran a los del tercero como masas de hambrientos, retrasados y mendigos y nada más. Vienen entonces las ayudas que son como limosnas, llámense préstamos o regalos económicos o tecnológicos para aliviar en algo la extrema pobreza. Pero se mantiene la situación imperante, porque no hay planes de desarrollo adecuados que levanten a esos países. Lógicamente si hay honrosas excepciones de países e instituciones del primer mundo que lo están haciendo, pero no logran cambiar las situaciones por muchas razones.

Para que el otro “exista”, sea esposo, hijo, hermano, amigo, pobres, miserables, hay que elevarlos al plano de personas. Darles valor. Tomar conciencia que son seres humanos, con una singularidad propia, con sus valores y riquezas personales y culturales. Para eso hay que hacer una transformación, una conversión profunda de la mente y el corazón, y así cambiar la mirada hacia el otro. En la medida en que lo descubra como un ser humano que es persona, con un puesto en la sociedad, con sus derechos y obligaciones, y lo más importante, que fue creado a imagen y semejanza de Dios, todo cambia. Y claro, ponerme en los zapatos del otro, comprenderlo, entenderlo y darle el derecho a ser diferente de mí.

Cuidado con la indiferencia, hacerse sordo a las necesidades de los demás. No oír el clamor de los sufridos, marginados, humillados. Todo eso contribuye a que se tenga un corazón de piedra, insensible a las necesidades de los otros. Y el que tiene un corazón de piedra se va empobreciendo humanamente. Se va quedando raquítico a nivel espiritual. Va perdiendo profundidad en su alma. Se hace duro, superficial y buscará cualquier excusa para no dar. Y los racismos, clasismos, elitismos son maneras inventadas de dividir a las personas haciendo ver que unos son superiores y los otros inferiores. Rompamos toda indiferencia. Pidámosle al Señor nos dé un corazón de carne para amar tal
y como Dios quiere, sabiendo que con El somos invencibles.

Monseñor Rómulo Emiliani c.m.f.

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