Una de las causas más profundas de nuestra situación de degradación, corrupción, hambre y guerras, es la de la codicia: esa sed insaciable de tener, poseer, acaparar, dominar, extender dominios, llenarse de cosas, una especie de estómago mental sin fondo. Queremos más bienes materiales, títulos, fama, honores, para satisfacer un ego insaciable. De ahí la raíz de tantos conflictos, encontronazos, rupturas
empresariales, políticas, religiosas, guerras que generan la destrucción del ser humano. Y cuando no tenemos lo que tanto ansiamos viene la envidia, el deseo de tener lo del otro, y cuando eso no es posible, inmediatamente viene una tendencia a destruir a la otra persona, acabando con su fama, su buen nombre, inclusive arrebatándole sus bienes de cualquier manera.
La codicia genera la unión con otros con iguales fines y la creación de redes de insaciables acaparadores que buscan la manera de tener más y repartirse el botín, como cuando en las guerras antiguas se vencía y se le quitaba al derrotado sus bienes y se los llevaban al país vencedor. De ahí también la esclavitud en una de sus modalidades, la de tener personas prisioneras del país vencido, a los que convertían en siervos. Esa unión, cuando el único fin es enriquecerse crea entidades de comercialización productora, bancaria, de bienes raíces, y otros gremios como inversionistas, inclusive cooperativas, cuyo único fin es aumentar el capital y repartirlo.
Estas entidades buscan sus aliados en abogados, políticos, gobiernos, ejércitos, y otras fuerzas para protegerse. De ahí se crean estructuras socio políticas y económicas que contribuyen a promocionar una gran injusticia. ¿Cómo luchar contra eso? Purificando el alma a nivel personal y comunitario, y para eso evangelizar a tiempo y a destiempo, promoviendo un tipo de vida solidario, austero, fraterno, compasivo, que tenga en miras el bien común, el respeto a la dignidad humana y la inclusión con programas políticos y económicos de los más pobres de la sociedad. Y claro, queremos empresas bancarias, inversionistas, productores, comerciantes que trabajen para el bien común, y aunque tengan fines de lucro, y tienen todo el derecho como empresa privada, sean regulados pensando en las mayorías.
Que sean personas conscientes de que hay que compartir, y para eso que sean justos y compasivos. Que se genere un capitalismo más humano, donde el sistema de la oferta y la demanda, el libre comercio, sea supervisado y encausado al desarrollo integral de la sociedad. Necesitamos inversionistas nobles y empleados, mano de obra, mientras más calificada mejor, que unidos ayuden a erradicar la pobreza extrema y escandalosa que nos domina y abochorna. Que se promueva el empleo, aún del menos instruido, para que las personas puedan con dignidad ganarse el pan de cada día.
Monseñor Rómulo Emiliani c.m.f.
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