El gran mal nuestro es pensar obsesivamente en nuestro “yo” y encerrarnos en él, queriendo hacer que el universo entero gire alrededor nuestro. Esta fijación en nuestro pequeño mundo con sus intereses pequeños, limitados y de poca trascendencia para el bien de la humanidad, causa tanto pecado de omisión porque impide levantar la vista y contemplar el dolor del mundo. No nos damos cuenta de que solamente en la medida en que seamos para los demás, haciendo crecer nuestro ser interior y desarrollándonos integralmente para servir, solamente así seremos felices.
El estar estacionados solo en nuestro ser contemplando aterrorizados, por ejemplo, las espinillas que brotaron en la cara, la celulitis o la inevitable calvicie, dándoles a esos triviales acontecimientos la dimensión emocional que provocan las inundaciones, terremotos o epidemias que azoten todo un país, es señal del cultivo inmaduro y alienante de un gran enfermizo egoísmo personal. Esto implica una visión infantil de la vida que raya con la demencia. Se vive un mundo irreal, o por lo menos, extremadamente incompleto. “Mi yo” es el único y lo único que me importa. Por eso estoy absurdamente ligado al “qué dirán”, a la moda, a cumplir todos mis caprichos a los que llamo metas y no lo son. Entonces nada más me interesa mi dinero, mis cosas y lo que se relacione con eso. Lo demás no importa.
El estar pensando solamente en “lo mío” me hace ser un furibundo y hasta sanguinario defensor de mis bienes, ocasionando la siguiente distorsión de la realidad: creo que yo soy mi dinero, mis joyas, mi belleza, mis cosas, y el que me toque algo de eso para quitármelo se encontrará con la violencia en cualquiera de sus manifestaciones porque está agrediendo mi “yo”. Y eso es falso: yo no soy mis cosas y trasciendo como misterio creado por Dios todo lo que existe. Soy un espíritu encarnado, un ser que busca vivir en Dios, en el amor y por toda la eternidad en comunión con los que serán salvados. Por otro lado, la muerte es la gran maestra: nada en verdad es de nadie, porque nadie se lleva nada. Solo administramos bienes en la tierra.
El ser humano no puede estar desligado de los demás, y cuando lo hace, cuando se desentiende del próximo, esto le ocasiona enfermedades emocionales. El pecado de egoísmo violenta sustancialmente nuestra tendencia a la comunicación y comunión con los demás y nos empobrece vitalmente, ya que al encerrarnos impide que la riqueza de nuestros próximos nos alimente espiritual y emocionalmente. Ensimismarse, obsesionarse con el pequeño mundo nuestro, afecta la visión profunda de la realidad que debemos tener. Aparecen los demás como seres extraños, amenazantes, perturbadores y que deben ser alejados a como dé lugar cuando amenazan quitarme lo que es mío. O al contrario, aparecen algunos para mí muy importantes: me adulan, me gratifican económicamente o en otros aspectos, o me aseguran seguir poseyendo todo lo que pueda y más, me sirven y por eso los tengo a mi lado. Cuando no sirvan, se echan a un lado.
El egoísmo nos empobrece y afecta el desarrollo y marcha ascendente de la humanidad, porque mis bienes bien administrados, puestos al servicio del próximo podrían haber hecho mucho bien a los más necesitados. Pero sobre todo, al reservar nuestros carismas y cualidades naturales y “enterrarlos”, estamos robándole a los demás el derecho de haber gozado de nuestras riquezas humanas y esto afecta sobremanera el bien de la comunidad humana. Imaginémonos entonces lo que puede haber afectado a la humanidad la suma de los egoístas en el mundo en cada generación de la misma. El gran pecado de egoísmo y por lo tanto de omisión colectivo tiene que haber frenado procesos de desarrollo integral en las vertientes espirituales, científicas, laborales, magisteriales, empresariales, judiciales y tiene mucho que ver con las desgracias colectivas que estamos viviendo. La suma pues de los egoísmos en la historia de la humanidad ha sido la causa de la pobreza extrema de las mayorías.
Está claro que los seres humanos somos los culpables del deterioro de las redes de convivencia social, desarrollo económico y tecnológico, afectando a grandes capas de la humanidad, marginándolas y empobreciéndolas. Es absurdo y blasfemo echar la culpa a Dios de lo malo que nos sucede. Lo que en verdad nos falta es amor compasivo, salir de nosotros mismos, dolernos el mal que sufre el otro e individual y comunitariamente ser solidarios y de la manera más organizada trabajar la “caridad inteligente”, creando nuevas formas de vivir donde el prójimo como nuestro “otro yo” sea servido con amor, porque en Él también está Dios con quien somos invencibles.
Monseñor Rómulo Emiliani
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