jueves, 19 de octubre de 2017

EL FATALISMO Y LOS NEGOCIOS

El más importante negocio es su propia vida y es la empresa a la que usted tiene que dedicarle la mayor atención. Por más éxito que tenga usted en los negocios y otras actividades, si es un pobre desgraciado que se olvidó de reír, de abrazar, de consolar, de creer, de amar y perdonar, de comunicarse sinceramente escuchando y expresándose, usted ha fracasado notablemente. Su mayor inversión debe ser en su propia persona, en tiempo, dedicación, atención, cultivo de principios, purificación de actitudes negativas, lectura, oración y fe.
Pues hoy quiero tocar el tema de algo que puede estar socavando todo su desarrollo humano y espiritual, y es el fatalismo. ¿Y qué es eso? Es la actitud y comportamiento de personas que creen que todo ya está “escrito”, que las “estrellas o inclusive el destino, o el universo”, han trazado su camino y que nada se puede hacer para cambiar las cosas. Que ya hay una trayectoria definida por fuerzas externas e internas que lo conducirán al fracaso, a la derrota, a la aniquilación. Eso es falso. Esta actitud puede ser en parte heredada por un contexto familiar de personas que han cultivado el negativismo y que todo lo han visto de manera pesimista. Que en su lenguaje y comunicación diaria son comunes las expresiones como: “nada se puede hacer”, “para qué luchar más por esto”, “retirémonos de aquello porque será un fracaso”, “no creas que será posible, ya que nadie lo ha logrado”, “no creas en nadie”, etc. Cómo influye el lenguaje en el comportamiento humano.
El fatalismo es contagioso y hay sociedades y hasta países donde reina el desánimo y el pesimismo y se crea una cultura de la sospecha donde nadie cree en nadie. Es común encontrar personas que dicen: “en nuestro país sólo hay corrupción”, “no servimos para nada”, “todo lo extranjero es mejor”, “para qué emprender esto si será un fracaso”, “no vamos a ninguna parte”, y así se crea un ambiente y hasta una cultura del negativismo con la percepción y prejuicio de que ser nacional de ese país no sirve para nada y es hasta vergonzoso.
Entonces como el motor del desarrollo humano y social es tener la certeza de que el ideal propuesto es válido y de que lo podremos lograr si creemos en nosotros mismos, por lo tanto, si cultivamos una autoestima positiva, alta y permanente, no habrá manera de lograr nada individual y colectivamente, si no eliminamos el negativismo y el fatalismo. Y ese es nuestro gran reto.
¿Cómo se han levantado países que han estado en la ruina total? Vea usted el caso de Alemania y Japón, devastados en la segunda guerra mundial, habiendo perdido parte de su mayor recurso, el capital humano, con millones de personas muertas y destruida gran parte de su infraestructura de carreteras, fábricas, producción agrícola y otros muchos bienes materiales. ¿Qué pasó con ellos? Es cierto, Estados Unidos ayudó en la recuperación, pero el alma japonesa, e igual pasa con el alma alemana, siempre ha creído en sí misma, tiene conciencia de nación, practica la solidaridad y trabaja con disciplina y organización. Ellos, esos dos pueblos, han creído que pueden resurgir y así lo han hecho, reorganizándose, reconstruyéndose, recuperándose en todos los órdenes y allí los vemos los primeros en tecnología, seguridad, economía, transporte, democracia.
Cultivar el fatalismo es mantener la conciencia de un alma primitiva que daba poder divino al rayo, las lluvias, las estrellas, el sol, los hechiceros y adivinos. El fatalismo cree firmemente que fuerzas externas lo dominan a uno, lo condicionan y le impiden el desarrollo. Y eso es absurdo. Tenemos fuerzas interiores inmensas dispuestas a manifestarse, a desarrollarse si descubrimos ideales y causas grandes y luminosas por las que vivir. Se harán presentes sin creemos en nosotros mismos y en Dios.
El fatalismo se alimenta de pensamientos y actitudes negativas y frena cualquier impulso de superación, de transcendencia, de crecimiento individual y social. Hay sociedades enteras que “no levantan la cabeza” y se sienten siempre conducidas al fracaso. Hay grupos económicos, como micro, pequeñas y medianas empresas, al igual que cooperativas, que caen en una especie de hipnosis colectiva, y comienzan a creer y a pronunciar en su mente y verbalmente frases como estas: “somos unos fracasados, no podremos salir adelante, los otros son mejores, nuestros productos no tienen calidad, todo está muy difícil, el mercado no compra ni comprará, etc.”

Hay que romper ese hechizo, esa maldición nuestra. No es cierto que todo está escrito. Somos los autores y protagonistas de nuestro propio desarrollo. Podemos hacer cosas grandes, hermosas, excelsas, siempre con Dios con quien somos invencibles.

Monseñor Rómulo Emiliani c.m.f.

LA ENVIDIA ES ASESINA

La envidia es un sentimiento de repudio y rechazo a las cualidades y triunfos de alguien, generalmente de la misma familia o gremio. Nace normalmente por cercanía por sangre o por actividades similares, propias de colegas. En el caso de los gremios, políticos, empresariales, comunales o religiosos, al desear tener las virtudes o posesiones de otra persona y no lograrlo, se pone en entredicho lo que tiene, desmeritando, descalificando por calumnias o medias verdades sus adquisiciones. Atacar la honra, difamar, urdir componendas para destruir lo que el otro ha hecho o tiene es fruto de la envidia. Por lo tanto, es un sentimiento asesino, terriblemente mortal. Veamos unos casos históricos.
A Caín le corroía las entrañas la rabia y la indignación de que Dios se fijara y se complaciera más en su hermano que en él y decidió prepararle una trampa e invitándolo al campo a solas mató a Abel. La sangre empapó la tierra sembrándola de dolor y desde aquel momento, además de la ambición, la soberbia y el odio, la envidia es madre de tantos crímenes en la humanidad y causa de que haya un reguero de sangre desde aquel funesto día hasta hoy en nuestra historia. David, el rey ungido por el Señor, triunfador de tantas guerras y autor de muchos salmos, siendo siervo del rey, por ser héroe de tantas contiendas, fue objeto de las envidias de su regio señor, quien quiso asesinarlo cuando tocaba el laúd con una lanza. Luego fue perseguido por el rey y retado a guerras, pasando de defensor del reino a fugitivo. Mucha gente lo siguió y se unió a sus huestes, entablando David triunfantes batallas, venciendo al final y muriendo en combate Saúl. Lloró mucho la muerte del rey porque aun sufriendo mucho sus desaires le seguía siendo fiel y no quería que muriera en batalla.
Rodrigo Díaz de Vivar, el Cid Campeador, hombre valiente, honesto y fiel a su rey, caballero de la baja nobleza fundado en el honor y buen uso de las armas, destacaba entre todos los nobles por sus destrezas siendo el primero en todo; pero el mismo rey y otros caballeros no soportaron tanta armonía de intuición e inteligencia, bondad y destreza en armas, elegancia en el porte y buen uso del verbo, y por intrigas y calumnias, lo echaron del reino. Este, por ser víctima de tanta injusticia y siendo hombre de virtudes y valentía comprobada, atrayendo a mucha gente que voluntariamente se le sumaba, formó un ejército que fuera del reino de León fue combatiendo a los moros y conquistando ciudades y pueblos, que pagaban tributo para no ser aniquilados. Conquistó Valencia y fue un gran rey sin título, honesto, justo y muy generoso y se lanzó a conquistar para la fe católica reinos musulmanes del sur de España. A todo eso, siempre que podía, mandaba presentes, regalos muy valiosos a su rey, insistiendo en la inocencia de su comportamiento. Al final se ganó la voluntad del rey y se reconciliaron. Fue siempre fiel a su esposa Jimena y buen padre de sus tres hijas. Fue justo y misericordioso con todos, incluso con sus enemigos vencidos. Creyente en el Señor, trató de cumplir todos los preceptos de la religión católica.
San Juan de la Cruz, el gran místico y reformador del Carmelo junto con Santa Teresa de Jesús, perseguido por sus hermanos de la comunidad no reformada, que tejieron toda una serie de calumnias contra este hombre, lo apresaron y estuvo nueve meses detenido en un calabozo del convento. Por ser tan santo y querido por religiosos y religiosas, fue objeto de la envidia y víctima de injusticias.
Simón Bolívar, el liberador de todo un continente, fue víctima de intrigas de sus propios compañeros que quisieron asesinarlo. Un grupo comandado por Santander en Bogotá falló en el intento de matarlo. Al final muere prácticamente desterrado y abandonado en Santa Marta. También por la envidia el Mariscal Sucre, el joven militar, héroe de guerra, de quien dijo Bolívar valía más que cinco generales, termina asesinado por seis compañeros en una terrible emboscada.
Jesús de Nazaret, quien solo hizo el bien, quien vino a salvarnos de la muerte eterna, finaliza asesinado, entre otras causas, víctima de la envidia de los líderes religiosos, porque atraía muchedumbres, hacía milagros y curaciones, y les echaba en cara sus pecados. Con todo esto, deberíamos preguntarnos, no solamente si hemos sido víctimas de la envidia, sino también si hemos sido nosotros también victimarios, y por envidia hemos causado daño al próximo. Que Dios nos perdone si hemos sido envidiosos y nos dé su amor eterno. Y recuerde, que con Él somos invencibles.
Monseñor Romulo Emiliani c.m.f.


lunes, 9 de octubre de 2017

EL NO ES DIOS DE MUERTOS, SINO DE VIVOS


“Pero nosotros somos ciudadanos del cielo, de donde esperamos como Salvador al Señor Jesucristo, el cual transfigurará este miserable cuerpo nuestro en un cuerpo glorioso como el suyo, en virtud del poder que tiene de someter en sí todas las cosas”, Fil 3,20-21. Creemos firmemente en la Resurrección de Jesucristo y en la nuestra. Es el mensaje central de la iglesia, “El resucitó y no muere más y nos ha abierto las puertas cielo. Resucitaremos con Él gracias al poder infinito de Dios”. Nuestros cuerpos, por el pecado y la muerte están destinados a la tumba, a la podredumbre, a los gusanos y a la total desintegración, pero gracias a la misericordia divina seremos resucitados, transfigurados, glorificados, y estaremos gozando eternamente de Dios en el cielo, brillando con una luz perpetua, más luminosa que todos los soles del universo. Participaremos de la gloria divina, de la verdad y belleza de Dios, de la vida del Dios omnipotente y omnisciente, del que es amor eterno, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, para siempre, por siempre. En ese estado de contemplación estaremos siempre felizmente sorprendidos, eternamente maravillados de lo nuevo de Dios, de su riqueza insondable en todos sus atributos y extasiados gozaremos de su presencia.

“Y en cuanto a la resurrección de los muertos, ¿no han leído aquellas palabras de Dios cuando les dice: “Yo soy el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob”? No es un Dios de muertos, sino de vivos”, Mateo 22,30-32. Nosotros no seguimos un cadáver ya pulverizado, ni la memoria de alguien célebre, ni honramos a un héroe muerto, sino al Jesús, vencedor del pecado y de la muerte, que está vivo, radiante a la derecha del Padre. “Cuando lo vi caí a sus pies como muerto. Él, poniendo su mano derecha sobre mí, dijo: “No temas, soy yo, el Primero y el Último, el que vive; estuve muerto, pero ahora estoy vivo por los siglos de los siglos, y tengo las llaves de la Muerte y del Hades”, Ap. 1,17-18. 

Los apóstoles son testigos de la resurrección y nosotros por fe, don de Dios, creemos firmemente que Cristo venció a la muerte y que está vivo entre nosotros. “A este Dios lo resucitó al tercer día y le concedió la gracia de aparecerse, no a todo el pueblo, sino a los testigos que Dios había escogido de antemano, a nosotros, que comimos y bebimos con él, después que resucitó de entre los muertos”, Hechos, 10,40-41. La primera comunidad cristiana vibró ante el encuentro del Resucitado y cuando llegó Pentecostés se lanzaron con fuerza e ilusión a proclamar el mensaje más grande, que la muerte no podrá contra nosotros, porque si Él resucitó, por misericordia divina, nosotros resucitaremos con Él. La euforia espiritual, el gozo de los cristianos al vivir la fe en el Resucitado contagiaba a los demás y gracias al amor que vivían en las comunidades, atraían a muchos a incorporarse a la Iglesia.

Pablo creyó como los demás apóstoles, después de su encuentro personal con Jesucristo camino de Damasco, que esta verdad, la resurrección, era tan sublime y tan digna de sacrificarlo todo hasta de dar la vida y se convirtió en el gran misionero de los gentiles. “Porque les transmití, en primer lugar, lo que a mi vez recibí: que Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras; que fue sepultado y que resucitó al tercer día, según las escrituras; que se apareció a Cefas y luego a los Doce; después se apareció a más de quinientos hermanos a la vez, de los cuales todavía la mayor parte viven y otros murieron. Luego se apareció a Santiago; más tarde a todos los apóstoles. Y en último término se me apareció también a mí, como un abortivo”, 1Cor 15,3-8.

Jesús nos promete resucitarnos y estar con Él para siempre. “Y esta es la voluntad del que me ha enviado: que no pierda nada de lo que Él me ha dado, sino que lo resucite el último día”, Juan 6,40. El fin de Jesucristo como Buen Pastor es buscar a la oveja perdida, incluirla en el rebaño y llevarla al cielo. “El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré el último día, Juan 6,54. Cristo Jesús es nuestro Salvador y el recapitulará todo y lo entregará al Padre: “Y cuando haya ido y les haya preparado un lugar, volveré y los tomaré conmigo, para que donde esté yo estén también ustedes”, Juan 14, 3. Pero no olvidemos, ese Resucitado es el Crucificado, con quien somos invencibles. 

Monseñor Rómulo Emiliani c.m.f.



EL MALIGNO ES NUESTRO ENEMIGO



Si se quiere vencer en una batalla hay que mantener en alto el pendón del ejército, aquella bandera que simboliza la identidad de la fuerza militar que se enfrenta a otra, como en las antiguas guerras medievales y aún modernas. Pero más que eso, hay que mantener en alto en el alma el ideal de defender a la patria agredida, el sentido solidario de grupo, la destreza en las armas de combate, la perseverancia y valentía necesarias. Detrás de esto viene la estrategia de la lucha, el conocimiento de las debilidades del enemigo, la disciplina y la obediencia a los que dirigen el combate. Y en la batalla se buscará las menos bajas posibles del ejército e infligir el mayor número de bajas en los contrarios y de avanzar tomando más amplio territorio hasta echar fuera al invasor. Los romanos fueron ejemplo de eso.

El Mío Cid, Juana de Arco, Simón Bolívar, George Patton y otros héroes, hicieron gala de valentía, inteligencia, liderazgo y perseverancia en la lucha. Y nosotros estamos en una batalla. Hemos sido agredidos en lo más profundo del ser en la vida familiar, en la salud mental y emocional, en los derechos fundamentales de alimentarse, educarse y vivir en paz. La violencia nos está carcomiendo como un cáncer. La pobreza extrema nos está rodeando por todos lados y nos oprime. La familia se sigue destrozando y los jóvenes cayendo en drogas continuamente. Seguimos apartando a Dios de todo lo fundamental. Hay un príncipe de este mundo que nos domina instalando la adoración a los dioses del dinero, poder y placer. La gran Babilonia sigue construyendo su palacio de marginación, injusticia social y adicciones. Sus seguidores siguen en sus bacanales, alienándose con la droga, el licor, y la promiscuidad sexual. La gran Babel se sigue erigiendo. Todos al final buscando su propio provecho. Cada uno creando su clan de privilegiados y sus muros de protección. Las zarpas infernales de las tinieblas han sitiado la ciudad del Reino y están desmoronando sus murallas. Estamos rodeados de las tropas rabiosas y destructoras del mal y lo peor, lo que es inaudito, hay muchas personas que no se dan cuenta de la situación.
Como Iglesia, cuerpo de Cristo en la historia, sacramento de salvación, esposa del Salvador, tenemos que tomar conciencia del mal y organizarnos en plan de batalla, siguiendo las normas clásicas de los combates de los ejércitos. Organización, estrategia, trabajo en equipo, espíritu de lucha, solidaridad interna, mística, identidad real, y usar las armas espirituales del Reino.
Tenemos que hacernos fuertes en el Señor con la Palabra y los Sacramentos, en especial la Eucaristía. Debemos protegernos con las armaduras que Dios nos ha dado para poder resistir los ataques del maligno. Nuestra lucha no es contra poderes de este mundo, “sino contra malignas fuerzas espirituales del cielo, las cuales tienen mando, autoridad y dominio sobre este mundo oscuro”, Ef. 6:12. El combate es diario. Los ataques son continuos. No hay descanso en esta lucha.
“Por eso tomen la armadura que Dios les ha dado, para que puedan resistir en el día malo y, después de haberse preparado bien, mantenerse firmes”, Ef. 6: 13. El día malo simboliza la crisis personal o colectiva que podemos experimentar. Nadie se escapa de la tentación, donde todas las fuerzas del infierno se unen para destrozarnos. La emboscada de las tinieblas nos prepara su ataque, justamente para apartarnos de Dios y hundirnos en la maldad. Por eso la lucha interior, la del alma, es la decisiva.
Así que debemos mantenernos firmes, revestidos de la verdad y protegidos por la rectitud, ( Cf 6, 14 ), sabiendo que debemos echar toda mentira de nuestra alma, ser sinceros con nosotros mismos, cuestionarnos, corregirnos, sabiendo que somos templos del Espíritu Santo, hijos de Dios Padre y hermanos de Jesucristo. Nuestra fe será el escudo que nos protegerá de los ataques del maligno, ( Cf. Ef. 6, 16). Creer firmemente en Dios, esperarlo todo de él, con la certeza de que Dios siempre estará con nosotros. Nunca nos abandonará. “Que la salvación sea el casco que proteja su cabeza, y que la Palabra de Dios sea la espada que les da el Espíritu Santo”, Ef. 6:17. Tener siempre en nuestra mente el objetivo final, nuestra salvación, que es reinar con Dios eternamente. Y saber que la Palabra, orada, meditada, predicada, es fundamental en el camino hacia la tierra prometida. No podemos dejar de orar. Guiados por el Espíritu Santo debemos alabar al Señor, darle gracias, pedir por los demás y por nosotros. Y eso continuamente. Debemos mantenernos alerta, y sin desanimarnos, orar por todos. (Cfr. Ef. 6,18). Estamos en una guerra y con Dios venceremos.

Monseñor Rómulo Emiliani c.m.f.

LOS CRECIENTES TENTACULOS DEL MAL


El primer tentáculo del monstruo devorador infernal. Nos invade como sombra maligna que se extiende en todos los niveles una apatía,  un fatalismo y  una pereza o desidia a todo lo que es renovación, rescate, recuperación y salvación de nuestro pueblo. “Que no hay nada que hacer. Que está gente está muy dañada.  Que vamos hacia un despeñadero y no nos salva nadie”. Esta actitud y comportamiento nos hace muy vulnerables y adelanta derrotas en todo lo que es el movimiento ascendente donde Cristo recapitula todo y lo presenta al Padre. “Para qué luchar, si no vamos a solucionar nada”. 

La desgana y el no querer involucrarme en la lucha por mejorar las cosas nos hace mucho daño.  Añadamos a  esto la  falta de  confianza y aún de  valores en nosotros mismos.  El segundo sería la presencia maligna, destructiva y corrupta del narcotráfico y sus negocios afines. El dinero fácil y en grandes cantidades seduce a cualquiera que no tenga valores y principios seguros. El reguero de sangre que deja por su paso el negocio de drogas es tan grande, con miles y miles de víctimas que dejan los hogares de luto. La extensión de este cáncer contagia a mucha gente que está en diferentes instancias de la vida pública y privada del país. 
El tercer tentáculo es la influencia del primer mundo en su degradación tocando las puertas del país vertiendo toda la basura tóxica de una mentalidad consumista, materialista y hedonista. Por ejemplo, ahora nos quieren hacer creer que la homosexualidad es normal con su matrimonio entre ellos; que los niños y cualquiera puede cambiar de sexo, porque este depende de cómo uno se sienta, sin importar la parte biológica. ¿Cómo ir contra la naturaleza? ¿Cómo negarle a Dios el derecho absoluto de disponer para cada ser humano, criaturas de él, los rasgos más propios de su personalidad, entre ellos su sexo, y que son hijos de Dios?
El cuarto tentáculo: la injusticia social con toda su gama nefasta de corrupción, elitismo, protección de los facinerosos, marginación y exclusión, pueblos hambrientos por la falta de empleo y de educación, contribuye a hacer más triste el panorama.
El quinto; La falta de evangelización para que nuestro pueblo conozca a Dios y viva según Cristo, hace más vulnerable a nuestra gente. Tremendo pecado de omisión tenemos los que hemos sido encomendados a predicar y lo hemos hecho a medias.
El sexto tentáculo: El consumo de drogas y licor que está dañando cada vez más a los jóvenes, crea un clima de zozobra y debilidad en nuestra sociedad.
El séptimo: La falta de familia, con el drama de tantas madres solteras, hombres irresponsables y niños sin formación integral que debería recibirse en casa, socava los cimientos de la comunidad nacional.
Por eso, el camino tan vital para poder ir combatiendo a este monstruo de tantos tentáculos es tomar conciencia de que este no es el mundo que Dios quiso que fuera. Que todo lo creado está para alabar la gloria de Él, pero, y este sería el octavo tentáculo, con la terrible deforestación, la contaminación de ríos y mares, el cambio climático tan impactante, el globo terráqueo corre la suerte de ir paulatinamente destruyéndose, añadiendo, además, el gran peligro de una guerra nuclear que acabaría de raíz con la existencia humana. Tomar conciencia de que tantas muertes por asesinato, el hambre que golpea a tantos hogares, los vicios más aniquiladores, el desenfreno moral tan escandaloso, el no encontrarle sentido a la vida de tanta gente, todo esto nos habla de un inminente desastre de toda una civilización que se aniquilará por el propio veneno que está produciendo.
Todas las fuerzas vivas de la sociedad deberíamos tomar conciencia de que estamos en un momento decisivo en la historia de la humanidad, y que la norma debería ser, organizarnos cada cual en su realidad, para entre todos enfrentarnos con acciones concretas y con soporte de estrategias y planes a corto, mediano y largo plazo para ir eliminando estos tentáculos del mal.
Y nosotros, como Iglesia, y aquí cada cristiano debe tomar conciencia de su misión, debemos enfrentarnos con el poder de Dios, con el evangelio en la mano, con la predicación constante, hecha a tiempo y a destiempo, con el poder de la oración y los sacramentos, y de acuerdo con el carisma de cada congregación religiosa, movimientos de Iglesia, pequeñas comunidades eclesiales, grupos juveniles, asociaciones y grupos de oración, en el marco de las parroquias y diócesis, a este monstruo tan destructivo y devastador.
Ciertamente parece una labor imposible de hacer, pero confiando en el poder de Dios venceremos, porque con El somos invencibles.
Monseñor Rómulo Emiliani c.m.f.

JOSÉ EDUARDO Y SU HIJO

Había intenso sol y el ambiente pesado en esa ciudad industrial y en un banco mucho movimiento y un ser malo y astuto vigilaba a dos hombres...