martes, 25 de agosto de 2020

EL MILAGRO DE LOS PANES Y PECES.



Que una persona se olvide de comer, o no se preocupe por llevar nada de alimento para una larga jornada de camino, o es porque lo que sigue o persigue es extraordinariamente grande y seductor, o lo contrario, huye de alto terrible. Pero no escapaban de nada. Más bien había algo que los atraía intensamente. En aquellos tiempos no era cuestión de parar la marcha en cualquier lugar y comprar qué comer, cuando sobre todo había una multitud en igual condición. Ningún pueblo podría dar de comer a más de cinco mil hombres, sin contar mujeres y niños. ¿Qué pasaba con esa gente que se unía y seguían una marcha larga y sin preocuparse por otra cosa que estar pendiente de algo grande? Es que había una persona que hablaba con autoridad, con voz clara y potente, y que lo que decía tenía sabor a vida eterna, a gloria, a cielo, a plenitud. Lo que decía llegaba al corazón, les llenaba el alma. Y además hacía cosas como curar enfermos, limpiar leprosos, devolver la vista a los ciegos, resucitar muertos. Era alguien muy importante, especial, único.


Y ese alguien llamado Jesús sentía compasión por esa gente. Por el vacío de Dios que experimentaban, sus miedos y angustias, sus pecados y tragedias y porque tenían hambre. Y él trataba de llenar el corazón de ellos de la presencia de Dios, de sabiduría, de esperanza, de paz y perdón. Pero también quería que no sufrieran de hambre física. Dios no quiere que nadie sufra de hambre y en el mundo son millones los que pasan hambre y muchos niños mueren por desnutrición. El Señor siente una infinita compasión por la humanidad. Y Jesús cuestiona a los discípulos sobre la situación de esta gente. ¿Qué se puede hacer? No hay respuesta de parte de ellos, solo la de despacharlos. ¿Y con qué contaban ellos? Unos pocos peces y panes. Jesús sintió en su alma que le salía un poder infinito que no quería en ese momento controlar ni apagar. Generalmente lo hacía. No quería demostrar quién era y que la gente lo siguiera por sus milagros, y no por su palabra. Nunca exhibió su poder.


Y vino el milagro. Los mandó sentarse en grupos de cincuenta y empezó a repartir los panes y peces. Serían los mejores panes que habrían comido en toda su vida, igual que los peces. Directamente de manos de Dios. Quedaron saciados y sobraron doce canastos de comida. Nada se perdió; se guardó. Esa es la voluntad de Dios. Que haya comida para todos y que se ahorre, se guarde. Que nada se pierda. Que seamos solidarios. Que nadie pase hambre en el mundo. ¡Qué mal andamos!


Monseñor Romulo Emiliani c.m.f.

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