Todo el plan divino de salvación tiene como esencia la misericordia del Señor que aparece siempre como la gran buena nueva llena de esperanza ante la desgarradora debilidad, el error y el pecado del ser humano, ofreciendo el amor incondicional de Dios donde habría un final desgraciado sin el perdón divino. Donde abundó el pecado, sobreabundó infinitamente la gracia. De hecho, todos los pecados de la humanidad juntos son nada ante infinita misericordia de un Dios que jamás será vencido por el mal. “Pues más grande que los cielos es tu misericordia y llega hasta las nubes tu fidelidad”, (Salmo 107,35).
Desde el Evangelio vemos que la misericordia de Dios es eterna, por lo tanto sin límite de tiempo; inmensa, sin límite de lugar y espacio y también universal, sin límite de razas, naciones ni credos. El beato Juan Pablo II dijo: “La misericordia de Dios en sí misma, en cuanto perfección de Dios infinito, es también infinita. Son infinitas la prontitud y la fuerza del perdón que brotan continuamente del valor admirable del sacrificio de su Hijo. No hay pecado humano que prevalezca por encima de esta fuerza y ni siquiera la limite”.
Es infinita su misericordia y Jesucristo es la manifestación visible del amor de Dios, ya que vino a perdonar, reconciliar y salvar. “Se da prisa en buscar la centésima oveja que se había perdido….! Maravillosa condescendencia de Dios que así busca al hombre; dignidad grande la del hombre, así buscado por Dios! (San Bernardo). Muchas veces nuestros pecados nos impiden acercarnos a Él, pero Dios siempre sale en búsqueda nuestra. De hecho, “la suprema misericordia no nos abandona ni aun cuando la abandonamos”, (San Gregorio Magno).
La iniciativa siempre parte de él, que nos amó primero, que “nos visita con su gracia a pesar de la negligencia y relajamiento en que ve sumido nuestro corazón y promueve en nosotros abundancia de pensamientos espirituales. Por indignos que seamos, suscita en nuestra alma santas inspiraciones, nos despierta de nuestro sopor, nos alumbra en la ceguedad en que nos tiene envueltos la ignorancia, y nos reprende y castiga con clemencia. Pero hace más: se difunde en nuestros corazones para que siquiera su toque divino nos mueva a compunción y nos haga sacudir la inercia que nos paraliza, (Casiano). Podremos caer en el pozo de la miseria más grande, pero si clamamos a Dios confesando nuestros pecados, doliéndonos de ellos, ese pozo infernal no cerrará su boca sobre nosotros y Él nos salvará, (cf. San Agustín).
Él está siempre pendiente de nosotros, llamándonos por el Espíritu a la reflexión sobre nuestros pecados y al arrepentimiento. Busca encontrarse con nosotros de mil maneras: a través de los acontecimientos buenos y malos, de amigos, de mensajes, de inspiraciones divinas, sea en el marco del silencio o inclusive en el bullicio de las actividades. El corazón de Dios misericordioso está abierto de par en par para recibirnos. Él nos llama, desea abrazarnos como Padre que recibe al hijo pródigo y espera pacientemente nuestra conversión.
Estamos en el tiempo de su misericordia y no despreciemos su oferta de salvación, mientras dura nuestra existencia terrena, en donde su perdón será total si nos arrepentimos. Acabando nuestra vida ya no habrá vuelta atrás y habrá dos términos, el cielo o el infierno. Nuestro destino será la resurrección gloriosa o la condenación para siempre. No podemos despreciar esa verdad divina que nos habla de la posibilidad de condenarnos. Rechazar continuamente la gracia de Dios, dar la espalda a su bondad y generosidad y no aprovechar el tiempo de gracia, la oferta divina de su misericordia es arriesgarnos a perder lo más grande, lo único en verdad que vale la pena, la vida eterna con Él. “Consideremos cuán grandes son las entrañas de su misericordia, que no solo nos perdona nuestras culpas, sino que promete el reino celestial a los que se arrepienten de ellas”, (San Gregorio Magno).
El Cristo colgado de la Cruz nos dice lo que debemos saber: que Dios nos ama hasta al extremo de entregar a su hijo por nuestra salvación. “¿Qué decir después de esto? Si Dios está con nosotros, ¿quién contra nosotros? Dios, que no perdonó a su propio Hijo sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos concederá con él todo lo demás?..¿Quién nos separará del amor de Cristo?”, (Rom 8,31-35). La muerte en el madero fue extremadamente dolorosa, tanto por los suplicios físicos que padeció Jesús como por las angustias y tristezas que vivió y siempre mantuvo su amor misericordioso con nosotros, aún sabiendo cómo le íbamos a responder. Recordemos su amor y que con Él somos invencibles.
Monseñor Rómulo Emiliani c.m.f.
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