HAY QUE SER COMO NIÑOS PARA QUE EL REINO DE DIOS SE HAGA PRESENTE, dice Jesús. Contempla a los niños jugando, tomando con toda seriedad la diversión, enfocando la atención en algo sencillo: un carrito tirado por una cuerda o un avioncito levantado con sus manitas junto a una florida imaginación de naves espaciales surcando el cielo o de héroes con grandes corazas luchando contra monstruos. Míralos cuando escuchan historias contadas por sus abuelos o cuando ríen sin control por una travesura divertida; están metidos de lleno en lo que ven y escuchan, están viviendo el presente, “el ahora”, plenamente. Los niños tienen esa capacidad que nosotros hemos perdido: sumergirse en el momento presente y quedarse allí, olvidándose de todo el antes y después.
ESTAR ANCLADO EN EL PRESENTE ES UN PRINCIPIO DE SALUD MENTAL, y además es lo único que en verdad tenemos. El recuerdo obsesivo del pasado, con toda su carga de remordimientos, frustraciones y resentimientos enferma el alma. El estar pensando en el futuro, en lo malo que podrá ocurrir, en cómo ocurrirá, o en estar esperando algún gran acontecimiento que “me hará feliz”, me arrebata lo único que tengo, “el ahora”. Y es en el presente donde puedo labrar mi historia de amor, mis ideales soñados y decir “te amo Señor”, elevando la mirada al cielo donde la verdad es belleza y la belleza es verdad. Es en el presente donde puedo dar el abrazo al hermano, dar un paso adelante en mi realización personal tomando una gran decisión, leer un poema que me haga vibrar de emoción, ser solidario con el que necesita de mí, respirar hondo y relajar mi cuerpo. El “si yo hubiera hecho” o “¿por qué no hice aquello?” y pasarme la vida atormentándome escarbando constantemente el pasado, o repetirme “algo malo vendrá a destruirme”, obsesivamente temeroso de lo que podrá ocurrir, me quitan el estar viviendo lo único que tengo, “el ahora”. Todo esto al final enloquece al individuo.
BIENAVENTURADOS LOS LIMPIOS DE CORAZÓN, PORQUE VERÁN A DIOS. Si queremos contemplar al Ser Divino, al Señor que habita en nosotros, tenemos que limpiar el espejo que refleja la belleza de Dios. Tenemos que purificar el alma, hecha a imagen y semejanza de Él. Si nuestro “yo interior” está manchado por malos pensamientos y deseos, sentimientos de rencor y odio, de envidia y de temor, no podemos ver al Dios que se refleja en el espejo del alma y no tendremos paz en nuestra vida.
Para Jesús en el contexto del pensamiento hebreo, “ver es igual que poseer”. “Por lo tanto, el que ve a Dios alcanza por esta visión todos los bienes posibles: la vida sin fin, la incorruptibilidad eterna, la felicidad imperecedera, el reino inmortal, la alegría ininterrumpida, la verdadera luz, el sonido espiritual y dulce, la gloria inaccesible, el júbilo perpetuo y, en resumen, todo bien”, (San Gregorio de Nisa). Ya en esta vida mientras más puro sea el corazón humano, más estará tocando esta realidad descrita, aunque de manera limitada, que en el cielo será plena y por lo tanto más paz tendrá.
TENER EL CORAZÓN LIMPIO DE TODO AFECTO DESORDENADO como la codicia, avaricia, celos, lujuria, odio, venganza, soberbia, nos permite contemplar la belleza de nuestra alma, en la que se refleja como en un espejo la presencia del Señor. A Dios no podemos verlo tal y cual es en la tierra, porque moriríamos inmediatamente. Pero así como vemos la luz del sol reflejada en la luna, así al tener el corazón limpio, podemos ver a Dios en nosotros, algo de su infinita belleza. “Si se esmeran con una actividad diligente en limpiar su corazón de la suciedad con que la han embadurnado y ensombrecido, volverá a resplandecer en ustedes la hermosura divina”, (San Gregorio de Nisa).
RECUPERAR LA INOCENCIA PERDIDA, volver a ser como niños, es igual a convertirse, a llenarse de Dios y encontrar la paz que experimentábamos cuando éramos arrullados por el canto de la madre y acurrucados en sus brazos. Se vivía en el presente y no existían en el alma esos juicios condenatorios y esa morbosidad con que nos contaminó el mundo. Por eso perdimos la paz del alma.
Ser como niños, implica tener su pureza, candor, sana ingenuidad, alegría, bondad y ternura. Ser como niños nos hace encontrar con naturalidad la presencia divina en nosotros y vivirla. Ser como niños nos hace dóciles al Espíritu, sencillos y austeros, transparentes y sin complicaciones, auténticos y alertas a todo lo que presenta “el ahora”. Ser como niños nos devuelve la paz y la cordura perdidas y con Dios eso es posible, ya que con Él somos invencibles.
Monseñor Rómulo Emiliani c.m.f.
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