lunes, 9 de octubre de 2017

EL NO ES DIOS DE MUERTOS, SINO DE VIVOS


“Pero nosotros somos ciudadanos del cielo, de donde esperamos como Salvador al Señor Jesucristo, el cual transfigurará este miserable cuerpo nuestro en un cuerpo glorioso como el suyo, en virtud del poder que tiene de someter en sí todas las cosas”, Fil 3,20-21. Creemos firmemente en la Resurrección de Jesucristo y en la nuestra. Es el mensaje central de la iglesia, “El resucitó y no muere más y nos ha abierto las puertas cielo. Resucitaremos con Él gracias al poder infinito de Dios”. Nuestros cuerpos, por el pecado y la muerte están destinados a la tumba, a la podredumbre, a los gusanos y a la total desintegración, pero gracias a la misericordia divina seremos resucitados, transfigurados, glorificados, y estaremos gozando eternamente de Dios en el cielo, brillando con una luz perpetua, más luminosa que todos los soles del universo. Participaremos de la gloria divina, de la verdad y belleza de Dios, de la vida del Dios omnipotente y omnisciente, del que es amor eterno, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, para siempre, por siempre. En ese estado de contemplación estaremos siempre felizmente sorprendidos, eternamente maravillados de lo nuevo de Dios, de su riqueza insondable en todos sus atributos y extasiados gozaremos de su presencia.

“Y en cuanto a la resurrección de los muertos, ¿no han leído aquellas palabras de Dios cuando les dice: “Yo soy el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob”? No es un Dios de muertos, sino de vivos”, Mateo 22,30-32. Nosotros no seguimos un cadáver ya pulverizado, ni la memoria de alguien célebre, ni honramos a un héroe muerto, sino al Jesús, vencedor del pecado y de la muerte, que está vivo, radiante a la derecha del Padre. “Cuando lo vi caí a sus pies como muerto. Él, poniendo su mano derecha sobre mí, dijo: “No temas, soy yo, el Primero y el Último, el que vive; estuve muerto, pero ahora estoy vivo por los siglos de los siglos, y tengo las llaves de la Muerte y del Hades”, Ap. 1,17-18. 

Los apóstoles son testigos de la resurrección y nosotros por fe, don de Dios, creemos firmemente que Cristo venció a la muerte y que está vivo entre nosotros. “A este Dios lo resucitó al tercer día y le concedió la gracia de aparecerse, no a todo el pueblo, sino a los testigos que Dios había escogido de antemano, a nosotros, que comimos y bebimos con él, después que resucitó de entre los muertos”, Hechos, 10,40-41. La primera comunidad cristiana vibró ante el encuentro del Resucitado y cuando llegó Pentecostés se lanzaron con fuerza e ilusión a proclamar el mensaje más grande, que la muerte no podrá contra nosotros, porque si Él resucitó, por misericordia divina, nosotros resucitaremos con Él. La euforia espiritual, el gozo de los cristianos al vivir la fe en el Resucitado contagiaba a los demás y gracias al amor que vivían en las comunidades, atraían a muchos a incorporarse a la Iglesia.

Pablo creyó como los demás apóstoles, después de su encuentro personal con Jesucristo camino de Damasco, que esta verdad, la resurrección, era tan sublime y tan digna de sacrificarlo todo hasta de dar la vida y se convirtió en el gran misionero de los gentiles. “Porque les transmití, en primer lugar, lo que a mi vez recibí: que Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras; que fue sepultado y que resucitó al tercer día, según las escrituras; que se apareció a Cefas y luego a los Doce; después se apareció a más de quinientos hermanos a la vez, de los cuales todavía la mayor parte viven y otros murieron. Luego se apareció a Santiago; más tarde a todos los apóstoles. Y en último término se me apareció también a mí, como un abortivo”, 1Cor 15,3-8.

Jesús nos promete resucitarnos y estar con Él para siempre. “Y esta es la voluntad del que me ha enviado: que no pierda nada de lo que Él me ha dado, sino que lo resucite el último día”, Juan 6,40. El fin de Jesucristo como Buen Pastor es buscar a la oveja perdida, incluirla en el rebaño y llevarla al cielo. “El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré el último día, Juan 6,54. Cristo Jesús es nuestro Salvador y el recapitulará todo y lo entregará al Padre: “Y cuando haya ido y les haya preparado un lugar, volveré y los tomaré conmigo, para que donde esté yo estén también ustedes”, Juan 14, 3. Pero no olvidemos, ese Resucitado es el Crucificado, con quien somos invencibles. 

Monseñor Rómulo Emiliani c.m.f.



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